7 de octubre de 2023

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Rosa Luxemburgo: El águila de la Revolución

Por: Daniel Silber (Partido Comunista de Argentina).

11 de marzo de 2014

No es sino su voz la que se escucha bajo el lema, aparentemente novedoso: “Otro mundo es posible”. Ella lo formuló con un poco más de urgencia: “Socialismo o barbarie”. Su pensamiento, su compromiso y su desbordante humanidad nos sirven de referencia en nuestra lucha para que este nuevo siglo no sea también el de la barbarie.

Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo fueron dirigentes del ala izquierda del Partido Socialista Alemán desde fines del siglo 19; a raíz de su oposición a la Primera Guerra Mundial, se convirtieron en los conductores del espartaquismo, luego Partido Comunista Alemán; ambos fueron detenidos por las tropas de asalto y asesinados durante el traslado a la cárcel, luego de que fuera derrotada la insurrección obrera de 1919, en la que Lenin, el jefe de la Revolución bolchevique de 1917, tenía tantas esperanzas.

Fue en la helada noche del 15 de enero de 1919, en Berlín, la capital de Alemania a comienzos de la República de Weimar. Hace 93 años era detenida Rosa Luxemburgo. La escena: un grupo de soldados de los freikorps frente a una mujer indefensa con cabellos grises, demacrada y exhausta. Una mujer mayor, que aparentaba mucho más de los 48 años que tenía.

A partir de la revolución de noviembre de 1918, el término freikorps fue empleado para designar a las organizaciones paramilitares protofascistas y ultranacionalistas que se formaron por todo ese país. Al establecerse la República de Weimar, los freikorps fueron algunos de los muchos grupos paramilitares activos, pertenecientes a variadas ideologías y partidos de derecha, a veces tolerados y alentados por las autoridades de la joven república, como alternativa a las organizaciones sindicales de izquierda, generalmente comunistas, que también florecieron durante el mismo período.

Uno de los soldados que rodeaban a Rosa la obligó a salir del Hotel Eden a empujones, y la multitud reunida en el vestíbulo -ridícula y llena de odio-, la “saludó” con insultos y agravios. Ella alzó su frente ante la multitud y con ojos negros y orgullosos miró a los soldados y a los huéspedes del hotel que se burlaban de ella. Y aquellos hombres en sus uniformes desiguales, soldados de la nueva unidad de las tropas de asalto, se sintieron ofendidos por la mirada desdeñosa y casi compasiva de Rosa Luxemburgo, “la rosa roja”, “la judía”.

Le insultaron: “Rosita, ahí viene la vieja puta”. Ellos odiaban todo lo que esta mujer había representado en Alemania durante dos décadas: la firme creencia en la idea del socialismo, el feminismo, el antimilitarismo y la oposición a la guerra, que ellos habían perdido en noviembre de 1918.

En los días previos los soldados habían aplastado el levantamiento de trabajadores en Berlín. La represión más brutal se enseñoreaba sobre los barrios y las organizaciones obreras. Ahora ellos eran los amos. Y Rosa les había desafiado en su último artículo: “ ¡El Orden reina en Berlín!’ ¡Estúpidos secuaces! Vuestro ‘Orden’ está construido en arena. Mañana la revolución se “alzará ella misma con un estruendo” y anunciará con una fanfarria, para vuestro terror: ¡Yo fui, yo soy, yo seré!”

La empujaron y la golpearon. Rosa se levantó. Para entonces casi habían alcanzado la puerta trasera del hotel. Allí la esperaba un coche lleno de soldados, quienes, según le habían comunicado, la conducirían a la prisión. Pero uno de los soldados fue hacia ella levantando su arma y le golpeó en la cabeza con la culata. Rosa cayó al suelo.

El soldado le dio un segundo golpe en la sien. El hombre se llamaba Runge. El rostro de Rosa Luxemburgo chorreaba sangre. Runge obedecía órdenes cuando golpeó a Rosa Luxemburgo. Poco antes él mismo había derribado a Karl Liebknecht con la culata de su fusil. También a él le habían arrastrado por el vestíbulo del Hotel Eden.

Los soldados levantaron el cuerpo de Rosa. La sangre brotaba de su boca y nariz. La llevaron al vehículo. La sentaron entre los dos soldados en el asiento de atrás. Hacía poco que el coche había arrancado cuando le dispararon un tiro a quemarropa que se pudo escuchar en el hotel.
La noche del 15 de enero de 1919 los hombres del cuerpo de asalto asesinaron a Rosa Luxemburgo. Arrojaron su cadáver desde un puente al canal. Al día siguiente todo Berlín sabía ya que la mujer que en los últimos veinte años había desafiado en todo a los poderosos y al poder, la que había cautivado a los asistentes de innumerables asambleas, estaba muerta, había sido asesinada.

Mientras se buscaba su cadáver, un joven Bertolt Brecht de apenas 21 años escribía:

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Pocos meses después, el 31 de mayo, se encontró el cuerpo de una mujer junto a una esclusa del canal. Se podían reconocer los guantes de Rosa Luxemburgo, parte de su vestido, un pendiente de oro. Pero la cara era irreconocible. Fue identificada y se la enterró el 13 de junio.
En el año 1962, 43 años después de su muerte, el gobierno federal alemán declaró que su asesinato había sido una “ejecución acorde con la ley marcial”. Hace sólo doce años que una investigación oficial concluyó que las tropas de asalto, que habían recibido órdenes y dinero de los gobernantes socialdemócratas, fueron los autores materiales de su muerte y la de Karl Liebknecht.

Rosa Luxemburgo fue asesinada por las tropas de asalto al servicio de la socialdemocracia.

Junto a ella murió su camarada Karl Liebknecht. Había nacido el 5 de marzo de 1871. Mucha gente sigue la tradición de la Alemania oriental (ex RDA) de asistir a la manifestación para recordarla, su respeto lo demuestran depositando claveles rojos en el monumento dedicado a la Rosa Roja y a los socialistas y comunistas que trabajaron por un mundo mejor.

“¡Qué extraordinario es el tiempo que vivimos!”, escribía Rosa Luxemburgo en 1906. “Extraordinario tiempo que propone problemas enormes y espolea el pensamiento, que suscita la crítica, la ironía y la profundidad, que estimula las pasiones y, ante todo, un tiempo fructífero, preñado”. Rosa Luxemburgo vivió y murió en un tiempo de transición, como el nuestro, en el que un mundo viejo se hundía y otro surgía de los escombros de la guerra.

Sus compañeros intentaron construir el socialismo; sus asesinos y enemigos ayudaron a Adolf Hitler a subir al poder. Hoy, cuando el capitalismo demuestra una vez más que la guerra no es un accidente, sino una parte irrenunciable de su estrategia, cuando los partidos y organizaciones “tradicionales” se ven en la obligación de cuestionar sus formas de actuar ante el abandono y descrédito de parte del pueblo, cuando nos encontramos ante una enorme crisis del modelo de democracia representativa y los argumentos políticos se reducen al “voto útil”, hoy Rosa Luxemburgo se convierte en referente indispensable en los grandes debates de la izquierda.

No es sino su voz la que se escucha bajo el lema, aparentemente novedoso: “Otro mundo es posible”. Ella lo formuló con un poco más de urgencia: “Socialismo o barbarie”. Su pensamiento, su compromiso y su desbordante humanidad nos sirven de referencia en nuestra lucha para que este nuevo siglo no sea también el de la barbarie.

Rosa tuvo tamaños espirituales más allá de lo común; apoyada en ellos dedicó su vida a la política revolucionaria combinada siempre con su profundo respeto por los valores humanos y la cultura. Su contribución adquiere en nuestros días una especial vitalidad. El águila de la revolución, como la llamaron, sigue extendiendo sus alas en pleno vuelo.

Clara Zetkin, otra gran revolucionaria alemana y compañera de Rosa durante décadas dijo: “Para Rosa Luxemburgo el socialismo era una pasión dominante que absorbió toda su vida, una pasión a la vez intelectual y ética. Ella era la espada, era el fuego, de la revolución. Rosa Luxemburgo seguirá siendo una de las figuras más importantes en la historia del socialismo internacional”

Inquietémonos al conocer el pensamiento y la acción de esta gran mujer.