7 de octubre de 2023

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LA ECONOMÍA DE LA GUERRA EN IRAK

Por: por Arthur Lepic*

17 de diciembre de 2006

En un primer momento, la ocupación de Irak correspondió a una clásica guerra de rapiña. Hoy, la imposibilidad de explotar tranquilamente los recursos petrolíferos y el mantenimiento de un numeroso contingente han hecho de ella un abismo financiero. Sin embargo, EEUU ha decidido mantenerse allí a cualquier precio. Si lo hace es porque, además de objetivos estratégicos a largo plazo, Washington tiene un interés económico indirecto en mantener su despliegue militar. Esta demostración de fuerza es indispensable para la salvaguardia del estatus particular del dólar, lo único que puede compensar los desequilibrios de una economía estadounidense ya exhausta.

Los imperativos económicos que llevaron a Estados Unidos y a varios países vasallos a invadir Irak han sido objeto de numerosos análisis, casi siempre erróneos o incompletos. Para los neoconservadores es fácil refutar la acusación según la cual la guerra no tenía otro objetivo que apoderarse del petróleo iraquí. No han tenido más que mostrar que ese petróleo se vende al mejor postor, en el mercado mundial, y respetando las reglas de la competencia comercial.

Por otro lado, está comprobado que la coalición no logra explotar el petróleo iraquí como querría hacerlo y que, a pesar de ello, se obstina y se empantana en costosa ocupación. La realidad es, por consiguiente, más compleja y un examen minucioso de los procesos macroeconómicos se hace necesario.

Ciertos aspectos de la invasión a Irak hacen de ella una guerra de rapiña clásica. La administración del país conquistado ejercida por una autoridad provisional privada, según el modelo de la Compañía de Indias, es una práctica típica del colonialismo anglosajón tradicional.

El otorgamiento de contratos para la reconstrucción de Irak a empresas como Halliburton, remuneradas con los dividendos provenientes de la exportación del petróleo iraquí, permite reintroducir una fuente de valor real, y no un simple provecho especulativo, en el exhausto sistema económico estadounidense. La deuda externa de Washington alcanza proporciones abismales.

Hace veinte años el endeudamiento de las familias estadounidenses representaba el equivalente de la mitad de la economía nacional. Hoy alcanza una proporción del 85%, que el Tesoro tiene que compensar importando cada año 2 600 millones de dólares en fondos, principalmente gracias al reciclaje de los petrodólares [1].

A partir de ese dato se comprende mejor por qué Estados como Irak, Irán y Corea del Norte, que estudiaban la posibilidad de convertir en euros sus reservas monetarias en dólares, fueron acusados por el presidente Bush de formar un «Eje del mal» [2].

Sin embargo, la resistencia iraquí obstaculiza la rapiña y, de todas formas, las riquezas que podrían ser robadas no bastan para compensar los desequilibrios de la economía estadounidense. Además, la administración Bush está obligada a mantener un flujo de capitales extranjeros hacia Estados Unidos para que el país sea más atractivo para los inversionistas.

Para lograrlo, lo primero que ha hecho es bajar el costo del trabajo, garantizando así un fuerte nivel de rentabilidad. Para ello, es necesario disminuir la masa salarial y los gastos sociales. Es precisamente ese el factor que se refleja en el balance de la administración Bush I: la cantidad de desempleados aumentó llevando al conjunto de la población a aceptar la pérdida de parte de su protección social, lo que engendró una importante disminución del costo del trabajo.

Es por ello que la candidatura de Bush ha podido contar con el apoyo de los grandes industriales. Por el contrario, el prematuro anuncio, el 2 de noviembre de 2004, de una posible victoria de Kerry, favorable a una ampliación de la protección social para los electores más modestos, provocó una baja general en Wall Street. El candidato demócrata contaba, por su parte, con el apoyo de los grandes especuladores, como Warren Buffet o George Soros, cuyas ganancias provienen del aumento de las desigualdades en el mundo y no están interesados, por consiguiente, en la salud de la economía interna estadounidense.

En segundo lugar, para conservar la confianza de los inversionistas extranjeros, la administración Bush desplegó su poder militar [3]. El capital detesta el riesgo y no hay mejor santuario que el país que pretende dirigir el mundo mediante la fuerza. La guerra permanente confiere una imagen de omnipotencia que actúa como un verdadero imán para los capitales. Pero, al contrario de lo sucedido con la guerra del golfo, cuyos costos fueron reembolsados mediante las contribuciones financieras de los Estados miembros de la coalición, es el resto del mundo quien está pagando indirectamente el costo de la invasión contra Irak.

Atraídos por el poderío estadounidense, los inversionistas extranjeros convierten en bonos del Tesoro federal sus excedentes en dólares, transfiriendo así buena parte del costo de la guerra a las naciones extranjeras, ¡incluso a aquellas que se opusieron al conflicto!

La mayoría de los «liberales» del mundo entero apoyaron la invasión porque esta estaba motivada por una crisis mundial de las ganancias. Habían notado en años anteriores que la economía «punto com» engendraba solamente ganancias artificiales y que la caída de la producción neta global de energía de cara al año 2010 -que marcará probablemente el declive de la producción mundial de petróleo- traería como consecuencia una contracción sin precedente de la economía mundial [4].

A partir de ahí, el cálculo es muy simple: si no es posible aumentar la riqueza global, hay que disminuir la cantidad de gente beneficiada. Este mismo razonamiento condujo a los pensadores del despoblamiento o baja demográfica, y a los «neo-maltusianos» antes que ellos, a proponer soluciones diferentes, humanistas y, forzosamente, colectivistas.

Lo cierto es, en todo caso, que la agenda del «desarrollo sostenible» ha fracasado, hace largo tiempo ya, a partir del momento en que el aumento de la población mundial superó el aumento de los recursos disponibles, o sea, al principio de los años 80.

Para evitar un colapso de su economía, Estados Unidos no tiene más remedio que prepararse para reprimir una insurrección generalizada contra los intereses capitalistas de una minoría cada vez más reducida. Se trata de una situación que Samuel Huntington anticipaba ya, en 1957, en su libro El Soldado y el Estado. Huntington afirmaba ya en aquel entonces que el ejército de Estados Unidos no tenía por vocación la defensa de la población o del territorio sino la protección de los intereses económicos de las multinacionales.

De la misma forma en que la militarización del régimen hitleriano permitió que Alemania saliera bruscamente de una profunda crisis económica atrayendo capitales esencialmente estadounidenses, la militarización de Estados Unidos garantiza a los capitales extranjeros su seguridad, mientras permanezcan en territorio norteamericano. Paralelamente, se pone el ejército al servicio del capital abriendo los mercados anteriormente nacionalizados y, más tarde, alimentando el caos y el terror, a falta de la posibilidad de ser aceptado.

Si retomamos el ejemplo de los años 1930, la Alemania de Hitler atrajo a ella los capitales estadounidenses prometiendo dar una respuesta militar al peligro bolchevique. Así mismo, en 1999, grandes grupos industriales invirtieron en la guerra de Kosovo con la esperanza de que la OTAN sometiera y abriera la última economía socialista europea.

Fue también ante la perspectiva de la privatización del vasto sector estatal iraquí que los patronos anglosajones invirtieron en la invasión de Irak, en el año 2003; privatización que condujo con bombo y platillo L. Paul Bremer III, con la asistencia de expertos de Europa oriental que habían participado en la liquidación de las economías socialistas, como el ex-presidente búlgaro Peter Stoyanov o el ex-primer ministro ruso Yegor Gaidar.

La pregunta que inquieta hoy a los ocupantes de los war rooms de Washington es cómo pueden llegar a controlar con más eficacia la población de las nuevas colonias estratégicas. Los neoconservadores consideran un éxito la invasión de Afganistán en términos de recuperación de la inversión: se obtuvo el control del país con pocos gastos al contratar para los combates a caciques locales a bajo costo en vez de desplegar soldados estadounidenses con sueldos elevados y primas por lejanía.

En Irak, al contrario, Saddam Hussein había preparado su país para librar una guerra de guerrillas al establecer por adelantado estructuras insurgentes que constituyen, según el argot del propio ejército estadounidense, un «contra-estado» (counterstate).

Creyendo que podría evitar el error cometido en Vietnam, donde la CIA fue la única en realizar operaciones de contrainsurgencia hasta una fase avanzada de la guerra, el Pentágono decidió, por consiguiente, confiar las tareas de contrainsurgencia al ejército regular.

Siguiendo una lógica muy militar y burocrática, hay que poner todos los medios al servicio de un objetivo bien definido. Varios fracasos llevaron sin embargo al Pentágono a analizar esa solución: en primer lugar, el fracaso de los servicios de inteligencia encargados de neutralizar a los cuadros políticos.

Los archivos que recogían los nombres de los cuadros del partido Baas, cuidadosamente compilados por Ahmed Chalabi, no sirvieron finalmente para nada ya que el Baas había establecido una doble estructura con vistas a la insurrección, lo cual explica la caída política de Chalabi después del registro realizado en su domicilio por las fuerzas de la coalición, que dudaban de su buena fe.

Los estrategas asistieron después a una victoria estratégica de la insurrección en su primera fase [5]: al conservar intacta la parte esencial de su estructura política y militar después de la invasión, la resistencia pudo dedicarse a infiltrarse en las fuerzas de seguridad iraquíes que colaboran con los estadounidenses y a unificar la población provocando acciones mortíferas de parte de las fuerzas de ocupación. Hoy por hoy, después de la acción tipo «Guernica» contra Faluya, no existe ninguna probabilidad de que una mayoría de iraquíes acepte algún día la ocupación o un régimen títere.

La iniciativa recientemente aprobada en el Pentágono está por tanto saturada de contradicciones: poner en manos de las fuerzas militares convencionales un manual que las ayudaría a asumir la contrainsurgencia [6].

El manual retoma diversos elementos teóricos acumulados a lo largo de los conflictos de los últimos decenios, sobre todo durante la guerra de Vietnam, y trata de adaptarlos a la urgencia surgida en el contexto iraquí. Esta redefinición del papel de ejército estadounidense, que tendrá que asumir en lo adelante la ausencia de una verdadera fuerza colaboradora iraquí, es en sí misma una contradicción en la medida en que los mismos soldados que bombardean un país difícilmente podrán ganarse además la confianza de su población. Sin embargo, dada la magnitud y la organización de la resistencia, se trata ante todo de limitar los daños que ocasiona el control establecido sobre la población mediante la fuerza militar, y de explicar a los «gatillos alegres» del ejército la diferencia que existe entre ese tipo de misión y las operaciones a las que están ya acostumbrados.

No es cosa fácil puesto que la resistencia iraquí actúa en todo el país pero en grados diferentes, según las regiones y su población. La vemos así librar lo mismo una guerra de posición (Fase III), en Faluya y Mosul, que una defensa estratégica (Fase I, que incluye acciones esporádicas, principalmente contra las fuerzas de la colaboración), en Bagdad.

La teoría original de Mao implica que si la guerrilla no evoluciona de una fase a otra con precisión y puede mantenerse activa en diferentes fases al mismo tiempo, la actividad simultánea de la resistencia en diferentes fases caracteriza una evolución del conflicto a su favor.

Al ser el trabajo eficaz de recopilación de información política, apoyado por acciones precisas de fuerzas especiales, la única posibilidad de librar con éxito una lucha de contrainsurgencia, no queda más remedio que llegar a la conclusión que Estados Unidos ha perdido la guerra.

El balance no puede ser más sombrío cuando se comprueba que el Pentágono decidió aterrorizar a los iraquíes mediante la fuerza militar para preservar a toda costa el control de la segunda reserva mundial de petróleo, y mantener a flote su propia economía. Todo el sentimiento de decepción de los electores demócratas estadounidenses no podrá modificar la situación: estamos viendo simplemente la destrucción de un pueblo y de un país en nombre del capital y de los recursos fósiles.

(*). Arthur Lepic. Periodista francés, miembro de la sección francesa de la Red Voltaire esspecializado en los problemas energéticos y militares.