7 de octubre de 2023

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AYACUCHO, CRIMENES Y TORTURAS DEL EJÉRCITO

Por: Luis Arce Borja.

15 de mayo de 2007

Pocos salieron vivos del cuartel “Los Cabitos”.

Cementerios secretos del Ejército, centros clandestinos de tortura, criaderos de chanchos que eran alimentados con carne humana proveniente de los subversivos sacrificado, hornos gigantescos para incinerar a los prisioneros asesinados, experimentos de tortura inhumana, es el recorrido espeluznante de la accionar militar en la guerra contrainsurgente que puso en ejecución el Estado peruano para contener la lucha subversiva en el país. El breve pasaje que aquí presentamos es apenas una muestra del Libro “Historia de la guerra revolucionaria en Perú” (1) que próximamente será publicado y donde junto con presentar una versión critica a la dirección del Partido Comunista del Perú (PCP), mas conocido bajo el nombre de Sendero Luminoso, se explica en detalle la forma que el Estado peruano aplicó durante dos décadas su estrategia contrainsurgente.

Entre 1983 y 1990, funcionaron en Ayacucho los más brutales centros de tortura y extermino de prisioneros que manejaron las Fuerzas Armadas y el Estado peruano. Pocos son los que salieron vivos del cuartel “Los Cabitos”, la Casa Rosada”, y de otro lugares de tortura instalados en Ayacucho. “Guerra sucia” la llamaron algunos como subterfugio para encubrir la naturaleza criminal de la accionar militar en la lucha contra la subversión. El 29 de diciembre de 1982 el gobierno de Fernando Belaunde, con la complacencia del Congreso integrado por todos los partidos políticos, incluida la izquierda legal (Izquierda Unida), decretó el ingreso de las fuerzas armadas en la lucha contra la guerrilla maoísta que en ese tiempo estaba ubicada principalmente en la región de Ayacucho. Esta decisión, que algunos la calificaron de decisiva para el país y la “democracia”, ensangrentó el Perú, cuyo saldo de dos décadas de militarización fue cerca de 70 mil muertos a causa de la aplicación de los planes y estrategias diseñadas por el Estado y sus fuerzas represivas en la guerra contrainsurgente. Con la complicidad de medios de comunicación, de periodistas, de parlamentarios fantoches, de partidos políticos, del poder judicial, e incuso de la iglesia católica del Perú, pueblos enteros y miles de ciudadanos peruanos fueron masacrados y eliminados.

El general del ejercito Clemente Noel Moral fue el primer Jefe Político Militar designado por el gobierno para que ponga en ejecución los planes antisubversivos. Noel al frente la de la Segunda División de Infantería, se instaló en el cuartel “Los Cabitos” en Ayacucho, desde donde dio órdenes de muerte y sacrificio de toda persona sospechosa de pertenecer a las filas de la subversión maoísta. En el cuartel “Los Cabitos, como parte de la estrategia contrainsurgente, se puso en funcionamiento un centro de torturas y crímenes de prisioneros. Se construyó un horno gigantesco donde se incineraban los restos mortales de los detenidos. Al costado y mismo al interior de los cuarteles militares se instalaron criaderos de chanchos, los que eran alimentados con los restos humanos de los presuntos subversivos asesinados. Recientes investigaciones de instituciones de derechos humanos del Perú han constatado que en este horno más de 300 personas fueron incineradas bajo el propósito de borrar cualquier rastro de su paso por los centros de tortura. Se improvisaron también cementerios clandestinos, donde se sepultaban las victimas de torturas y de aniquilamiento. Anexo al cuartel “Los Cabitos”, funcionó desde 1983 hasta la mitad de la década del 90, la “Casa Rosada”, un centro de torturas y crímenes, donde de acuerdo al testimonio de un agente del ejército que participo en esa orgías de sangre (2), por lo menos se liquidaron mil subversivos.

Tanto en el cuartel “Los Cabitos”, como en la “Casa Rosada”, los métodos de tortura estaban dirigidos a hacer sufrir indescriptiblemente al prisionero. La “colgada”, la “tina”, la “electricidad”, el “vuelo”, la “dieta”, y la “compasión”, fueron de uso corriente en las torturas que inflingieron los militares contra sus victimas. En el caso de la “COLGADA”, la victima era amarrada de los brazos hacia atrás para ser suspendida en al aire. Una vez el aire recibía golpes con objetos contundentes. La masacre duraba hasta que el prisionero perdía el conocimiento. Muchas veces los huesos de los brazos de la victima se quebraban por el esfuerzo de estar suspendida en el aire o por los golpes que recibía. La “TINA”, esto significaba que el prisionero era amarrado de los brazos y se le sumergía en una especie de tina repleta de agua, que en el mayor de los casos era mezclada con suciedad o con detergente. Todo era calculado para que la victima al ser sumergida en la “tina” bebiera cantidad de agua hasta vomitar. Sólo era sacada a la superficie cuando sus pulmones estaban a punto de explotar. El plan de tortura era no matar al prisionero en un día y menos en una sólo sesión. Cuando más resistía era mejor para ablandarlo, y quizás soltaba alguna información que interesaba al verdugo.

La “ELECTRICIDAD”, se aplicaba en seco o con el cuerpo mojado. La victima, mujer u hombre, era desnudada y se le amarraba sobre una “mesa de trabajo”. Las descargas eléctricas se aplicaban de preferencia en los dientes, en los genitales y en el ano. En algunos casos los cables de electricidad eran introducidos en heridas abiertas que tenia el prisionero. Este método era sumamente doloroso, y muchas veces, cuentan los mismos verdugos, los prisioneros se desvanecían desde el primer shock eléctrico. El “VUELO” era un método mas sofisticado y se necesitaba, aparte de los instrumentos manuales de tortura, un helicóptero. La victima en este caso, era torturada en uno de los centros militares, y después de ello era conducida a “dar una vuelta” en helicóptero. El prisionero era amarrado de los pies con cables de naylón muy resistentes y en pleno vuelo era arrojado al vació. Ahí en el espacio su vida dependía del cable con el cual estaba sujetado y de la resistencia de los huesos de sus pies. Si las amarras que sujetaba a la victima no estaban bien hechas, y los pies se deslizaban fuera del nudo de la cuerda, era el fin del prisionero. El “vuelo” podía durar el tiempo que les daba las ganas a los torturadores. El helicóptero militar daba vuelta en redondo encima de altas colinas andinas y la sentencia de muerte podía darse cuando los militares cortaban los cables que sujetaban al prisionero.

Testimonio de Esteban Canchari Cacñahuaray, uno de los pocos prisioneros del cuartel Los Cabitos. Ayacucho 1983. “Al llegar al Cuartel Los Cabitos (...) permanecí cerca de un mes, en que fui sometido a diversos abusos: Me ataron las manos hacia atrás y me colgaban, me golpeaban severamente, me sumergían en una tina con agua, me aplicaron descargas eléctricas en el ano, entre otras clases de torturas. Me maltrataban de dos a tres veces por semana. El tiempo de las torturas era oscilante entre una hora a varias, hasta perder el conocimiento. (...) En dos oportunidades fui colgado de un helicóptero en vuelo, atado con una soga mientras con el pie era balanceado como un columpio durante aproximadamente tres minutos... pude percibir que frente a mi celda había otras personas detenidas, las cuales gritaban y se quejaban de dolor...”. (Comisión de la Verdad y Reconciliación, agosto de 2003. Declaración testimonial de Esteban Canchari Cacñahuaray. Testimonio reservado).

La “DIETA” era simple, pero tan mortal y dolorosa como los otros métodos de tortura. En este caso el prisionero era recluido en un pequeño espacio oscuro, y aislado completamente del mundo exterior. Durante días y semanas no recibía ningún tipo de alimento y solo tenía derecho a un poco de agua, que en algunos casos expresamente era contaminada con suciedad. Algunos prisioneros que sobrevivieron a este suplicio cuentan que, después de algunos días sin comer y sólo bebiendo agua podrida, perdían cualquier resistencia física y mismo la voluntad de vivir. La diarrea y el hambre era el preámbulo de la muerte final. La “COMPASIÓN” es un método de tortura psicológica bastante cruel.” Se refiere a torturar a un familiar del prisionero acusado de subversivo. Podía ser la esposa, el hijo, la madre o padre de la victima quienes eran detenidos y torturados brutalmente para “ablandar” al subversivo preso. El prisionero estaba obligado a mirar y escuchar los gritos y lamentos de tortura que infringían a su ser querido.

Este método de tortura fue aplicado por primera vez en Perú por los españoles en el siglo XVIII, cuando los colonialistas tuvieron que enfrentar uno de las rebeliones indígenas más grandes del continente americano. El 18 de mayo de 1781, Túpac Amaru, antes de que le corten la lengua, y que lo amarren a cuatro caballos para que lo descuarticen, fue obligado por los jueces españoles a presenciar el suplicio, la tortura y muerte atroz de sus hijos y de su valerosa esposa Micaela Bastidas. También tuvo que ser espectador de la muerte de sus principales jefes de su ejército de liberación. Un caso más reciente data de julio de 1983 cuando un comando del ejército ingreso violentamente en el domicilio de Edgar Noriega Ascue, ubicado en la ciudad de Huamanga. Casi desnudo lo sacaron de su casa y lo llevaron al cuartel Los Cabitos. Los militares lo acusaron de ser “cabecilla de sendero luminoso”. Bajo el cargo de senderista lo torturaron para que “entregue información”. Olga Gutiérrez, su esposa también fue detenida, y a pesar que estaba embarazada, la torturaron para que Edgar Noriega, “reconociera su militancia en el Partido Comunista del Perú (PCP).

El testimonio de Olga Gutiérrez, entregada a la Comisión de la Verdad y reconciliación (CVR), es estremecedor, y señala que fue llevada al cuartel Los Cabitos donde fue torturada varias horas y que “luego de aproximadamente cuatro horas soy sacada y conducida nuevamente al otro cuarto para que me interroguen. Allí ante mi negativa de aceptar los cargos que me formulaban soy golpeada increpándome: «ahora vas a escuchar una voz». En ese momento escucho los gritos de dolor de mi esposo Édgar Noriega Ascue, que era torturado [...] a él le empiezan a interrogar para que acepte la acusación de ser terrorista. Al negarse mi esposo en aceptar dichas acusaciones le dicen con groserías: «ahora vas a escuchar», y a mí me empiezan a torturar con golpes de puño en la espalda y en la cabeza y me rompieron ambos brazos”. Comisión de la Verdad y reconciliación (CVR), informe agosto 2003).

Lo métodos de tortura aquí mencionados, no son suficientes para describir el destino que le esperaba a una persona sospechosa de pertenecer a la subversión que por desdicha caía en manos de militares o policías. Hubieron otras formas de tortura que es imposible de imaginar en una sociedad de seres humanos Por ejemplo, el “suero de la verdad” (en su versión peruana), fue una invención de la insania mental de los militares. Este método estaba dirigido a hacer sufrir al extremo a los prisioneros antes de matarlos. Se trataba de un veneno intravenoso que afectaba el cerebro y las articulaciones. Una dosis bastaba para que el prisionero tuviera una muerte lenta, atroz y dolorosa. Jesús Sosa Saavedra, un ex miembro del ejercito que participó en los centro de tortura en Ayacucho, cuenta el caso de una de las victimas. Se llamaba Javier, y era delgado pero sólido. Tenía 30 años y fue capturado en 1984 cuando se dirigía de Lima a Ayacucho. Lo acusaban de ser un enlace entre la dirección del Partido Comunista del Perú (PCP) y las fuerzas guerrilleras en la región ayacuchana. En los primeros días de cautiverio fue torturado, y lo colgaron de los brazos. Casi lo ahogan en una tina de aguas infectas de suciedad, y le pusieron cables eléctricos en las partes genitales. No habló nada, y eso hizo que su estadía en el cuartel “Los Cabitos terminara rápido pero con grandes sufrimientos. El comandante Jorge Contreras decidió probar con este prisionero una inyección letal que según él podía acabar con la victima en cinco minutos. ¿Me van a matar, dijo el prisionero?. No, dijo el comandante Contreras, sólo te vamos a inyectar esto que es el suero de la verdad, porque queremos saber si nos has dicho la verdad, mintió el militar cínicamente (Libro “Muerte en el Pentagonito, 2004. Autor Ricardo Uceda. La publicación narra, la actuación de las fuerzas armadas del Perú en la guerra contrainsurgente).

De acuerdo al relato de Sosa, el “suero de la verdad” fue inyectada en el brazo derecho de la victima. Las convulsiones comenzaron con violencia, y cayó por tierra. Emitía gemidos y se contorsionaba con dolor. Se arrastraba por el piso en medio de vómitos y alaridos. Había perdido cualquier control de si mismo, y en ese trance miraba con desesperación. Daba saltos y sus movimientos eran tan violentos que entre todos lo sacaron afuera porque la pieza en la que estaba quedaba chica para sus violentas contorciones. Así estuvo más de 10 minutos y no moría, por el contrario parecía que el sufrimiento cada vez era peor. Jesús Sosa, cuenta que “se acercó al agonizante. Le buscó el rostro y lo que vio fue una mirada llameante, tan intensa que lo persiguió durante años. Sus ojos sin parpadear, lo buscaban con desesperación. Tenia sur orbitas estaban completamente abiertas mientras seguía sacudiéndose. Sosa, que nunca había sentido compasión con sus victimas, sacó su pistola y sin pensarlo, le disparo a la cabeza. No hay por que joderlo tanto dijo Jesús Sosa (3).

Ese no fue el único caso de “inventos” para asesinar prisioneros. Según otro relato de Sosa, era 1984 y él se encontraba en esos momentos en la “Casa Rosada”. Habían capturado a un joven con la pinta de pertenecer a la subversión. Era de estatura baja pero fuerte. La tortura no le hizo ningún efecto y se cerró en un mutismo que exasperó a sus verdugos. A unos de los agentes se le ocurrió usar al prisionero para probar la resistencia de los chalecos antibalas regalados por el ejército argentino. Había dudas de su resistencia y calidad. La noche era despejada y clara. Trajeron al prisionero y le colocaron un chaleco antibalas color azul. Lo sacaron al exterior de la casa y con una cuerda lo sujetaron a un árbol. El militar que organizaba la “fiesta” contó 25 pasos alejándose desde donde estaba amarrado el joven subversivo. Con el pie hizo una raya en el suelo y señalo que desde ahí dispararían las pistolas. Siguió contando sus pasos, y cuando llegó a 50 dijo que era la marca para las metralletas. La fiesta ha comenzado grito al mismo tiempo que desenfundaba con rapidez su arma.

Eran 8 militares y querían a probar balas de revolver Colt calibre 38 y pistolas Browning de 9 milímetros. Había también fusiles de guerra FAL y HK G3. Como recuerda Sosa, esta ejecución “fue un ejercicio corto. Cuando el primer tirador disparo una pistola desde los 25 pasos, el cuerpo impactado dio un brinco, y la cabeza cayó hacia un costado. Un agente fue hasta el cuerpo vencido del senderista. Yo creo que este cojudo ya esta frito”, dijo. Examino el chaleco y “vio que la bala lo había perforado como si fuera un bizcocho”. Jesús Sosa, que también participo en esta orgía de sangre, declaro que los tiradores de pistola siguieron disparando a pesar que el subversivo sacrificado no daba ninguna seña de vida. Los soldados con metralletas no quisieron perder la oportunidad de disparar a un cadáver, y desde los 50 pasos dispararon con placer. Estas armas de guerra de grueso calibre lanzaron ráfagas, hicieron que el cuerpo inerte sin vida bailara de un lado para otro al compás de las balas. La sangre corría por sus pies como serpenteando el suelo. “Estos chalecos argentinos son una mierda dijo Jesús Sosa, en señal de haber terminado la prueba de los chalecos argentinos y ejecución del joven subversivo.

Con las prisioneras había otro trato, pero no mejor al que se daba a los prisioneros varones. Ellas antes de ejecutarlas eran violadas en grupo por los soldados. Si alguna prisionera ponía resistencia era violentamente tratada y asesinadas inmediatamente. Era mediado de 1984, dice Sosa, y había un grupo de siete mujeres jóvenes prisioneras. Ellas iban a ser liquidadas en los próximos días. Todo había sido planificado con anticipación, incluso quienes serian los ejecutores y el lugar donde serian enterradas. Un grupo de agentes pidió permiso al mayor Bertarelli, para “tomar” a las prisioneras, “que de todas maneras serian ejecutadas”. Entre los argumentos que dieron al oficial, señalaron que por ellas nadie reclamaría y si lo hacían ya no serviría de nada por que estarían bajo tierra. Bertarelli acepto, y todas las prisioneras fueron violadas hasta la medianoche. Al siguiente día muy de temprano fueron eliminadas con un tiro en la cabeza cada una. Las enterraron en dos fosas comunes, una de a tres y otra de cuatro.

Un testimonio de lo que se hacia en el cuartel los Cabitos viene de una victima de esos horrores. Se llama Canchario, y al momento de su suplicio era profesor en Soccos, donde una patrulla de “Sinchis” asesinaron a 69 personas en agosto de 1983. Este testimonio, que hemos tomado del diario El Comercio (Lima 7 de Marzo de 2006) explica con exactitud los horrores que padecían los que llegaban este cuartel. "Ya no soy normal, no puedo dormir, tengo miedo". Él fue torturado salvajemente en 1983 en el cuartel Los Cabitos: "Yo era profesor en el distrito de Soccos. Llegaron a mi casa y me sacaron. Me rebuscaron, decían que yo era comunista cuando yo era de Acción Popular (4). Querían que firmara una declaración echándome la culpa de la muerte de unos policías. Me patearon las costillas, me destrozaron a golpes, me mandaron a lo que llamaban pollos a la brasa, con ganchos, me colgaron y amarraron los pies con sogas y me siguieron castigando hasta que me rompieron la nariz y el brazo izquierdo. Me metieron después a un cilindro y casi me ahogan". Como da cuenta la misma victima, mientras que estuvo en las instalaciones del cuartel Los Cabitos, “vi. cómo violaban a las mujeres y las metían en sacos y se las llevaban en helicópteros para arrojarlas en alguna quebrada”. Canchario al final de cuentas, tuvo mejor suerte que cientos de prisioneros, y fue dejado libre. Un año y medio después, en 1985, su hijo Prisciliano Canchari, apenas de 18 años fue secuestrado por los militares y llevado al mismo cuartel donde el fue torturado. Su hijo nunca salió de ahí, y hasta la actualidad él sigue buscando sus restos mortales enterrados seguramente en algún cementerio clandestino de Ayacucho.

Notas:

(1). Historia de la guerra revolucionaria en Perú. Autor, Luis Arce Borja. Próximamente en edición impresa con más de 600 páginas de crudo realismo de dos décadas de guerra interna en Perú. Contiene también una crítica a la conducta de los dirigentes del PCP, incluido Abimael Guzmán que desde la prisión en 1993, abogó por un acuerdo de paz con los enemigos del pueblo peruano.

(2). Jesús Sosa Saavedra, sub oficial del ejercito y ex miembro del Servicio de Inteligencia Militar. Su carrera de miembro de Inteligencia se inició durante el gobierno de Fernando Belaunde (1980-1985). En 1983 hasta 1990 estuvo destacado en la “Casa Rosada” y participó en cientos secuestros, torturas y asesinatos. Con el gobierno de Alan García Pérez (1985-1990) siguió su carrera criminal en el seno del ejército y grupos paramilitares. En el periodo del régimen de Alberto Fujimori, Sosa fue integrante del grupo “Colina”, y desde ahí participó en decenas crímenes clandestinos de estudiantes, trabajadores, profesores, campesinos y otros. Jesús Sosa fue entrevistado para el libro “Muerte en el Pentagonito”, del periodista Ricardo Uceda publicado en 2004.

(3). El testimonio de Jesús Sosa Saavedra ha sido tomado del libro “Muerte en el Pentagonito, 2004. Autor Ricardo Uceda. La publicación narra, la actuación de las fuerzas armadas del Perú en la guerra contrainsurgente.

(4). Accion Popular (AP) es un partido de la gran burguesía peruana. Su fundador y líder fue Fernando Belaunde Terry que fue dos veces presidente del Perú. Su primer gobierno fue 1963-1968, y su segunda administración transcurrió en el periodo 1980-1985.