7 de octubre de 2023

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DEL PRESTIGIOSO PODERÍO AL IMPERIALISMO DELIRANTE

Por: Eduardo Pérsico.

2 de diciembre de 2006

En 1822 y como parte de su Doctrina, el presidente norteamericano James Monroe reconoció a varios países de América Latina como independizados de las potencias europeas. Así y casi el mismo día, México, Chile, Brasil y Colombia fueron reconocidos como autónomos comenzando el intercambio de embajadores y por 1823, el mismo presidente anunció, no intervenimos ni intervendremos en las colonias existentes de ninguna potencia europea, y en las guerras de esas potencias no tomaremos ninguna parte, ni es compatible con nuestra política de hacerlo’. Pareciera que en estos párrafos no existía ni una sombra de las posteriores acciones que según esa Doctrina Monroe derivaría en la abusiva intención ‘América para los norteamericanos, en cuanto el empuje y la modernidad de la sociedad yanki hacían casi insospechable la conducta de sus gobernantes. Y quiérase o no, así las cosas recordemos que con el New Deal instrumentado en 1932, durante el mandato de Franklin D. Roosevelt para sacar a los Estados Unidos de la hondas crisis del sistema capitalista, comenzó para el ciudadano medio norteamericano una época de bienestar y buenas expectativas que deslumbró a las masas latinoamericanas.

Durante ese período la población estadounidense obtuvo verdaderos logros económicos, que en principio cimentaron la certeza de estar viviendo en el más distributivo de los regímenes posibles, tanto que para los más inquietos en los avances de las seguridades sociales, en 1935 se establecieron juntas de trabajo que supervisaban el trato colectivo de los asalariados y les garantizaba el derecho de escoger las organizaciones que los representarían ante los patrones. Este cambio en las relaciones laborales cuya efectividad, más publicitada que real poco ha sido cuestionada, resultó inusual para la mayoría de los obreros al sur del río Bravo, creando además en las clases latinoamericanas una admiración por ese país que al fin se convirtió en una verdadera ideología por encima de cualquier otra. De manera fanatizada y sin reproches, para las clases medias el sistema de vida norteamericano fue el ideal irrebatible durante décadas, y culturizados por las Selecciones del Readers Digest” con aquella concepción bucólica, entretenedora y nada conflictiva, la crítica era opacada en los destellos de una sociedad feliz, cinematográfica, sin discriminaciones de ningún tipo y donde los negros vivían en sus barrios, viajaban en los transportes públicos junto a los blancos y eran unos gigantescos campeones llamados Joe Louis, velocísimos corredores iguales a Jesse Owens o simpáticos sonreidores que hinchaban sus cachetes al tocar su música en la trompeta lo mismo que Louis Armstrong. Porque a todos, blancos, negros, chicos y grandes pero buenos, los defendían Súperman, El Llanero Solitario y si se alejaban mucho del barrio, Tarzán y la mona Chita. Sin exageraciones, pocos se atrevían a criticar esa infantil versión del bienestar en libertad y para mejor, creció la idea de que al saludable proyecto interno de USA lo dañarían las ideas expansionistas de los regímenes totalitarios de Japón, Italia y Alemania; Japón había invadido Manchuria en 1931, Italia, gobernado por los fascistas, luego de agrandar sus fronteras hacia Libia en 1935 se apoderó de Etiopía, en tanto, Hitler en Alemania se había lanzado a un rearme bélico fenomenal y ocupado la Renania. Ese panorama amenazante resultó un oportunidad política para Roosevelt, que bien aprovechó el deterioro de la situación internacional fijando como política de su gobierno no posibilitar favores a esas fuerzas beligerantes, publicitando a la vez que Estados Unidos jamás se envolvería en una guerra que no fuera de su competencia. Promesa que de ninguna manera impidió la reeducación de su industria para la nueva emergencia de conflicto, que se materializó en 1941 al trenzarse en guerra con los japoneses que los atacaran en Pearl Harbor. Un ‘ataque cobarde y sin provocación’, vociferó Roosevelt, agregando paraseguir siendo los buenosde la historia ‘nuestra fuerza está orientada al bien futuro y contra el mal inmediato. Los norteamericanos no somos destructores, somos constructores’. Como justificación antibelicista los hechos resultaron inmejorables para el momento, y al final de la contienda, para ‘evitar la continuación de la guerra’ contra un enemigo ya casi inexistente como Japón, se lanzaron dos bombas atómicas sobre su territorio que casi nadie cuestionó; la seguridad de que Estados Unidos había actuado en defensa de la democracia y la libertad casi resultó irreprochable a las mayorías del mundo entero.
Más bien, la realidad dispuso que el origen y desenlace de la Segunda Guerra Mundial en 1945 coincidió con la misma explicación que daban las agencias noticiosas, - por decir, Associated Press y Reuter- difusores de una verdad que durante un par de generaciones jamás explicó racionalmente a la guerra como un conflicto intracapitalista y no un simple delirio de algunos dictadores mesiánicos y algo loquitos. En esa etapa histórica, Estados Unidos ejerció una verdadera hegemonía basada en su prestigio democrático y al terminar la Segunda Guerra Mundial, desde 1945 a 1970, logró cuanto quería en tiempo y espacio; con sus agigantados antecedentes políticamente liberales dominó a las Naciones Unidas como una oficina de servicio exterior, contuvo a la Unión Soviética en los límites de 1945, con el accionar de sus agencias de inteligencia echó a todo gobierno inamistoso y hasta se adelantó una jugada al asesinar al líder colombiano Jorge Eliecer Gaitán en 1948. Intervino en Irán en 1953 para exhibir las glorias medievales del Reza Pahlevi, delegó a un tal Castillo Armas quien desde el mismo territorio yanqui, invadió Guatemala en 1954 para liquidar al gobierno popular de Jacobo Arbenz. A sus soldados les sobraron pertrechos para tomar el Líbano en 1956 y la República Dominicana en 1965, mordiendo cierta bronca por el leve contratiempo que le ocasionó hasta hoy el pueblo cubano, principalmente a los habitantes de Miami. Además y porque su ventaja económica y militar se lo permitía, con Europa Occidental y Japón diseñó una imbatible tríada de poder, esa especie de alianza natural que aunque últimamente viene rengueando bastante, eso será parte de otra historia... Después, en 1973, perdió la Guerra de Vietnam, el Irán de Khomeini lo despreció en 1980 y como si hubieran olvidado la historia, hoy se exponen en la misma región a otro papelón parecido al de Ronald Reagan, cuando en 1982 ordenó el raje de los marines del Lïbano dos días después de jurar que jamás lo haría. Es que por entonces ya el guapo del barrio perdía prestigio, y aunque pese a que en Irak y la resistencia de Hezbolá en el Líbano no se la hicieron demasiado fácil a ellos ni a sus aliados de Israel, la fuerza de los belicistas norteamericanos no está acabada ni mucho menos. Es sí, pareciera que el imperio yanki obtuvo todo cuanto quería y por última vez cuando en 1973 ordenó al militar chileno Pinochet asesinar al presidente socialista Salvador Allende, y más tarde al prohijar el golpe militar en la Argentina de 1976; tarea conjunta que hicieran con la servicial dirigencia nativa de turno entre los argentinos, aplicando a sangre el más crudo proyecto neoliberal soñado por Milton Friedman, desaparecido en estos días.

Acaso y sin entusiasmo ingenuo, ahora se vislumbra una nueva instancia en el planeta. No hablaremos de una catastrófica decadencia imperial, precisamente, sino de un repliegue forzado por la realidad más crítica y dinámica. Las últimas resonancias electorales de América Latina, - el triunfo de Lula en Brasil, del candidato no proyanki Rafael Correa en Ecuador, y la casi segura reelección de Chávez en Venezuela con más la pérdida de las representaciones parlamentarias del gobierno de George Bush en Estados Unidos, obligarían a reconsiderar la ubicación de los actores en el nuevo escenario, algo impensable hace una década. Las fantasías diseñadas y exhibidas por los mecanismos propagandísticos del Poder con mayúscula, cada día suman menos partidarios y eso es numéricamente cierto. Quizá existan novedosas causas y efectos no estimadas hasta ahora, como podrían ser las actitudes menos dóciles de los musulmanes, por ejemplo, aunque como en cualquier reacomodo táctico los acuerdos para fijar los tiempos y condiciones en hacerlo no son automáticos; y más aún cuando peligran negocios ciertos y negociados ilícitos de magnitudes tan increíbles que sin adentrarnos mucho en la imaginación, y por razones poco entendibles para los humanos en general, cada tanto una banda de forajidos cómplices se organizan alguna guerra para seguir funcionando. Hoy la realidad contradice algunos designios de los poderosos, sin duda, pero los intereses económicos y estratégicos de este precipitado imperio contra natura son tan diversos, que aunque exista ya la certeza de que las aspiraciones de seguir dictando las costumbres y hábitos ajenos tienen menos espacio que hace veinte años, la tarea de salvar todos los muebles en el inevitable incendio lo harán con la mejor disciplina posible. Si mientras tanto y aunque las guerras no existieran, la constante masacre de la humanidad ellos la siguen produciendo, silenciosamente, con las desigualdades y el hambre implacable que generan.