7 de octubre de 2023

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EL IMPERIALISMO EN EL NUEVO SIGLO

Por: Roberto Ramírez.

1ro de marzo de 2011

Este texto es la primera parte de un abstract (o más bien un desarrollo más amplio) de un libro en preparación. Los presentes acontecimientos mundiales nos decidieron a adelantarnos, publicándolo, a sabiendas de su carácter de mero esquema conceptual, donde faltan desarrollar los distintos puntos e incorporar, además, el cuerpo de citas sobre el que está basada su redacción. El tema del imperialismo, en parte gracias a Bush, ha vuelto a ocupar el centro de interés... y no sólo de los marxistas.

Sumario:

* La larga marcha de los imperios y del imperialismo capitalista

* Décadas de crisis, guerras, revoluciones... y contrarrevoluciones

* El final del “boom” y del orden de Yalta-Potsdam

* La globalización de la economía mundial

* Las relaciones del imperialismo con la periferia de países “atrasados”

* Las relaciones interimperialistas y la disputa por un nuevo orden mundial

*“En el planeta hay dos superpoderes”

Si en los años 90, la globalización del capital fue un tema dominante en los debates, ahora es evidente la necesidad de volver sobre la teoría del imperialismo, de acuerdo a los rasgos que éste va tomado. En verdad, aunque desde ángulos diferentes, los análisis de la globalización ayer y del imperialismo hoy se enfocan sobre un mismo “objeto”: el sistema capitalista.

Éste no es solamente un sistema económico mundial, un sistema universal de explotación del trabajo por el capital, sino que simultáneamente es también un sistema mundial de Estados, un régimen jerarquizado de dominio, opresión y avasallamiento. Uno no podría funcionar sin el otro.

El plan de este libro consta de dos partes. En la primera, cuyo resumen publicamos a continuación, se intentará exponer los rasgos principales del imperialismo de hoy, tratando de explicar por qué la “lógica” de sus contradicciones, tanto económicas como políticas y sociales ha llevado a lo que Itsván Mészáros define como “la fase potencialmente más mortífera del imperialismo”. O sea, cómo la disyuntiva “socialismo o barbarie” toma forma hoy en la de socialismo o peligro de extinción de la humanidad.

En la segunda, que está siendo preparada por otro redactor, se desarrollará la crítica de visiones que creemos equivocadas. Por ejemplo, la tan de moda de Toni Negri, en la que el imperialismo, gracias a la globalización de los intercambios económicos y culturales ha sido sustituido por un Imperio sin domicilio conocido, descentrado y desterritorializado. (¡Lamentablemente Bush, por no haber leído a Negri, no se ha enterado!)

Asimismo, en esa segunda parte, se van a considerar las concepciones de quienes llamamos “neoreformistas”. Ellos suelen pintar, por un lado, un imperialismo (yanqui) omnipotente, y por el otro, la utopía de enfrentarlo contraponiéndole una alternativa anticapitalista y socialista. Lo único “realista” frente al curso bélico de Washington sería apelar a las beneméritas instituciones internacionales, como las Naciones Unidas. Lo que, en los hechos, significa depositar esperanzas en la alianza "pacífica" de las potencias europeas continentales (Francia-Alemania-Rusia) para contrapesar el belicismo de Bush. El programa general de “humanización” del capitalismo se concreta aquí en la utopía de una “comunidad internacional” que, bajo el paraguas de la ONU y la Corte Penal Internacional, lograría vivir en paz.

La larga marcha de los imperios y del imperialismo capitalista

Como advierte Lenin, la política imperial y de dominación colonial, por un lado, y de competencia y lucha entre distintos Estados imperiales, por el otro, existieron ya antes de la actual etapa imperialista del capitalismo, y aun antes de este modo de producción. Por ejemplo, con la antigua Roma, basada en esclavismo.

El capitalismo, desde sus albores en los siglos XV y XVI hasta coronarse como el modo de producción globalmente dominante, se fue estructurando en una estrecha combinación desigual con distintos Estados imperiales que, inicialmente desde Europa, comenzaron a extender su dominio y expoliación a otras regiones y continentes del planeta y fueron constituyendo un sistema internacional de poder, aunque sin un Estado mundial.

Ni el Reino de Portugal desde Felipe el Navegante en el siglo XV ni luego el Imperio Español de Carlos V en el siglo XVI surgieron sobre la base del modo de producción capitalista ni eran burgueses por su carácter de clase. Sin embargo, con su actuación imperial “extraeuropea” —a la que se fueron sumando Francia, Holanda, Inglaterra, Rusia, etc.—, con la circunnavegación de África que permitió establecer enclaves en la India y el comercio directo con China y otras partes de Asia, la colonización de América, el saqueo de sus riquezas y la explotación de sus pueblos originarios, la cacería de esclavos en África para las economías de plantación del Nuevo Mundo, la expansión posterior del Imperio Ruso en Siberia y Asia central, etc., fueron abriendo caminos a la conformación del mercado mundial, del capitalismo como economía-mundo. Esta combinación con poderes estatales que desde Europa comenzaban a actuar a escala mundial, fue un factor imprescindible de la “acumulación originaria” del capital, que no se redujo simplemente a la expropiación del campesino libre europeo descripta por Marx en el Libro I.

Pero la impetuosa expansión y transformaciones del capitalismo, desde que se impusiera como modo de producción dominante con la Revolución Industrial de fines del siglo XVIII, condujeron a finales del siglo XIX a una nueva simbiosis entre el capitalismo como sistema económico mundial (con sus determinados centros económicos “desarrollados” y sus regiones periféricas “atrasadas”) y las grandes (y pequeñas) potencias imperiales europeas, EE.UU. y Japón, que se colocaron en la cúspide del sistema mundial de Estados.

Esa conformación del capitalismo como imperialismo exigió a los marxistas nuevas elaboraciones teóricas. La necesidad se hizo perentoria cuando en agosto de 1914 acabó bruscamente la “paz” imperialista que reinaba en Europa desde 1871 y se desató la primera gran carnicería mundial por el dominio y reparto del planeta.

Rudolf Hilferding con El capital financiero en 1910, Rosa Luxemburgo con La acumulación del capital en 1913, Bujarin con El imperialismo y la economía mundial (1915) y Lenin con El imperialismo, fase superior del capitalismo (1916) hicieron análisis a veces contradictorios entre sí pero en lo esencial complementarios.

Hilferding tuvo el mérito de señalar, entre muchos aportes, el predominio del capital financiero en la nueva etapa, su estrecha relación con el surgimiento de monopolios en las diversas ramas y su tendencia a las conquistas coloniales. Rosa Luxemburgo, aunque basada en un discutible esquema de reproducción ampliada, trató de explicar las causas del “impulso irresistible del capital a apoderarse de aquellos territorios y sociedades” que aun no domina y cómo para el capitalismo se vuelve también “una cuestión vital la apropiación violenta de los medios de producción más importantes de los países coloniales... y sus trabajadores”. Por otro lado, fue de los primeros en advertir el papel fundamental del militarismo, no sólo como herramienta de lucha entre los principales países capitalistas, y de conquista y opresión del resto del mundo, sino también, en la época imperialista, como esfera de acumulación, capitalización y realización de la plusvalía a través de los colosales gastos del Estado en la producción de medios bélicos.

Pero van a ser Bujarin y Lenin, después de estallada la Primera Guerra Mundial (1914-18), quienes van a formular, con distintos matices, la teoría marxista clásica del imperialismo.

“Si fuera necesario dar una definición lo más breve posible del imperialismo —sintetizaba Lenin—, debería decirse que el imperialismo es la fase monopolista del capitalismo. Una definición tal comprendería lo principal, pues, por una parte, el capital financiero es el capital bancario de algunos grandes bancos monopolistas fundido con el capital de los grupos monopolistas de industriales y, por otra, el reparto del mundo es el tránsito de la política colonial, que se expande sin obstáculos en las regiones todavía no apropiadas por ninguna potencia capitalista, a la política colonial de dominación monopolista de los territorios del globo, enteramente repartido.

“Pero las definiciones excesivamente breves, si bien son cómodas, pues resumen lo principal, son, no obstante, insuficientes, ya que es necesario deducir de ellas especialmente rasgos muy esenciales del fenómeno que hay que definir. Por eso, sin olvidar la significación condicional y relativa de todas las definiciones en general, las cuales no pueden nunca abarcar en todos sus aspectos las relaciones del fenómeno en su desarrollo completo, conviene dar una definición del imperialismo que contenga sus cinco rasgos fundamentales siguientes, a saber: 1) la concentración de la producción y del capital llegada hasta un grado tan elevado de desarrollo que ha creado los monopolios, que desempeñan un papel decisivo en la vida económica; 2) la fusión del capital bancario con el industrial y la creación, sobre la base de este "capital financiero", de la oligarquía financiera; 3) la exportación de capital, a diferencia de la exportación de mercancías, adquiere una importancia particular; 4) la formación de asociaciones internacionales monopolistas de capitalistas, las cuales se reparten el mundo, y 5) la terminación del reparto territorial del mundo entre las potencias capitalistas más importantes. El imperialismo es el capitalismo en la fase de desarrollo en la cual ha tomado cuerpo la dominación de los monopolios y del capital financiero, ha adquirido una importancia de primer orden la exportación de capital, ha empezado el reparto del mundo por los trusts internacionales y ha terminado el reparto de todo el territorio del mismo entre los países capitalistas más importantes.” A estas definiciones sintéticas Lenin agrega luego otro rasgo importante, el carácter “rentista” y “parasitario” del capitalismo en su nueva fase.

Subrayemos la importancia del quinto rasgo, “el reparto territorial del mundo entre las potencias capitalistas”. Este se hacía en función de relaciones de fuerza no sólo económicas sino políticas y sobre todo militares. Por eso, después de años de forcejeo económico y diplomático, se había llegado a la guerra.

Décadas de crisis, guerras, revoluciones... y contrarrevoluciones

Se configuró así el moderno imperialismo, que luego, durante el siglo XX fue transformándose al compás de sus luchas con los trabajadores y los pueblos que explota y domina, de revoluciones que pusieron en cuestión su misma supervivencia, de terribles guerras por el reparto del mundo, de las más graves crisis económicas de la historia, y de diversas mutaciones en la producción, el intercambio, las finanzas y la técnica.

No podemos aquí dar cuenta cabal del complejo curso del siglo XX (o más precisamente del período que va desde la guerra de 1914 y la Revolución de Octubre de 1917, hasta el derrumbe de la ex URSS y el Este en 1989-91). Sólo recordaremos algunos desarrollos a nivel político, social y económico (que interesan a los efectos del tema del imperialismo de hoy), pero que en la realidad viva se entrecruzaron y determinaron recíprocamente como partes de la misma totalidad, con una historia colmada de cambios convulsivos.

Hay tenerlo en cuenta, ya que el reduccionismo ha sido una tentación difícil de resistir para muchos. Por ejemplo, reducir el siglo XX a la historia de sus ciclos económicos (crisis de los 30, boom de posguerra, nuevo ciclo de dificultades desde 1973/74, “crecimiento lento”, “globalización”), o de los patrones de explotación (taylorismo-fordismo, toyotismo, posfordismo, etc.), o de las peleas y bloques entre Estados (1914-45: disputa de la hegemonía mundial entre EE.UU. y Alemania; 1945-1989/91: “guerra fría”, bloque occidental versus bloque oriental; desde 1991, posguerra fría y supremacía de EE.UU.), o de los picos de ascenso revolucionario y retrocesos (1917-23, fines de la II Guerra e inmediata posguerra, 1968 y años siguientes...), etc.

Es verdad también que la historia es la historia de las luchas de clases (y, más en general, sociales). Pero eso no debe entenderse en sentido estrecho. El universo de las luchas de clases y sociales abarca mucho más que huelgas, movimientos y revoluciones. Contiene también otros elementos, desde las ideologías hasta las formas en que el capital explota al trabajo, desde los medios de comunicación hasta los sistemas educativos y culturales...

Teniendo en cuenta esas advertencias, recordemos que el siglo XX se abre con dos acontecimientos trascendentales: la Gran Guerra de 1914 y la Revolución de 1917.

La vencida Alemania (y su coalición de los Imperios Centrales) fue castigada con la pérdida de sus colonias, arruinada económicamente y avasallada en Europa con el humillante Tratado de Versalles. Sin embargo, la guerra dejó sin resolver categóricamente uno de los problemas fundamentales por el cual había estallado: el de la pelea por la hegemonía mundial.

Ya Bujarin y luego Trotsky habían advertido el espectacular ascenso de Estados Unidos sobre sus rivales de Europa y Asia. Pero, por diversos motivos políticos y económicos —entre ellos aislacionismo que primó en EE.UU. y, sobre todo, la crisis de los ’30 que lo golpeó profundamente—, quedó sin dirimir la supremacía mundial. Y así el imperialismo germano, con Hitler, volvió a ponerse de pie para otra embestida.

Pero la disputa inconclusa por la hegemonía mundial se entrelazó con otro hecho más grave para el imperialismo, que puso en peligro su existencia y la del sistema capitalista como tal: la Revolución Rusa de 1917 que, mucho más que eso, fue el inicio de un proceso revolucionario que abarcó al conjunto de Europa, con inmensas repercusiones a lo ancho del mundo y a lo largo del siglo.

Una de las tantas elucubraciones post-Muro de Berlín, ha sido la de considerar a la Revolución de 1917 como una excepcionalidad rusa, producto de rarezas que sólo se daban en el Imperio Zarista, y que permitió a un grupo de aventureros lanzarse a un golpe de Estado. O sea, un trágico malentendido histórico.

En verdad, lo que comenzó en noviembre de 1917 en Petrogrado fue sólo el primer acto de una revolución europea, consecuencia directa y respuesta de las masas a la guerra imperialista que se libraba principalmente en los territorios de Europa. El principal campo de batalla, donde se decidieron los destinos de esa revolución europea, no fue el ex Imperio del Zar, sino Alemania, en muchos aspectos el más poderoso de los imperialismos, sólo aventajado por EE.UU.

Las derrota de la Revolución Alemana de 1918-23 y después el golpe de gracia del ascenso de Hitler en 1933, salvaron la vida al imperialismo (y no sólo germano) en lo que aún era su centro mundial, Europa. Pero además originaron fenómenos contrarrevolucionarios de rasgos novedosos. La contrarrevolución se desarrolló no sólo por fuera de los movimientos y organismos de las masas trabajadoras y populares (fascismo), sino también por dentro de ellos (stalinismo). Esto tuvo inmensas consecuencias. Y de varias maneras aún las sufrimos, aunque los aparatos contrarrevolucionarios respectivamente encabezados por Hitler y Stalin hayan desaparecido.

Pero la exasperación de las luchas sociales y políticas en el intervalo entre ambos conflictos mundiales no tuvo que ver solamente con su punto de partida, la guerra de 1914 y la revolución que ella detonó. Recordemos que en esos años se dio la crisis económica más aguda de la historia del capitalismo. El 29 de octubre de 1929 estalló la “burbuja” de la bolsa de Nueva York. Ese fue el punto de partida de la llamada Gran Depresión, que toco fondo en 1933. Los más afectados en el mundo fueron los dos países imperialistas más avanzados, Alemania y EE.UU. (Fue al revés, como veremos, de lo que está pasando con la crisis mundial de hoy día, en la que son los países de la periferia quienes pagan los platos rotos.) Su producción industrial del ’29 al ‘31 cayó la tercera parte. La desocupación llegó a alrededor del 30%. Esto llevó a cambios políticos en ambos países, que tendrían consecuencias trascendentales.

En EE.UU, en 1933, asume la presidencia Franklin Roosevelt, que gobernará hasta 1945. Con su New Deal [Nuevo Contrato (en el sentido social)] EE.UU. abandona el liberalismo e inaugura una política de intervencionismo estatal, regulaciones de los bancos y la bolsa, y de las relaciones obrero patronales, y medidas anticíclicas: obras públicas, gastos sociales, etc.. Roosevelt logrará un amplio apoyo popular y de los sindicatos, que será decisivo para la intervención de EE.UU. en la Segunda Guerra, donde disputará la hegemonía mundial.

En Alemania, en el mismo año, Adolf Hitler llega al gobierno. Los dos grandes partidos de izquierda, el PC y la socialdemocracia, habían sido incapaces de constituir un frente único obrero para cerrarle el paso. Y el nazifascismo toma el poder prácticamente sin lucha.

El triunfo de Hitler determinó —como predijo Trotsky— que otra guerra mundial sería inevitable. Pero las consecuencias más complejas (y de decisiva importancia para el futuro del imperialismo) las decidió el triunfo de la burocracia stalinista en la Unión Soviética. Allí implicó no sólo la liquidación física de una generación de revolucionarios y de millones de obreros y campesinos. La victoria de la burocracia también significó que, en vez de seguir un curso de transición al socialismo o de restauración inmediata del capitalismo, todo fuera a parar temporalmente a una “vía muerta”. En los límites nacionales de la URSS, cristalizó por un breve período histórico un “subsistema” de explotación parasitario-burocrático, basado en elementos heredados del capitalismo (en primer lugar, el trabajo asalariado). Tuvo la inconsistencia y la incurable debilidad de no ser un sistema de explotación “orgánico” ni tampoco mundial, como el capitalismo. Aunque llevaba la etiqueta de “socialismo en un solo país”, no pasó de ser un “subsistema” nacional, un híbrido englobado contradictoriamente en el único sistema económico mundial existente, el capitalismo. Esta fue, en última instancia, la base económico-social sobre la cual, unos 60 años después, el “socialismo en un sólo país” pudo ser reabsorbido con tanta facilidad por el capitalismo mundial.

Pero, desde el primer momento, el triunfo de Stalin tuvo importantes consecuencias para la política y los destinos de los imperialismos. La aspiración fundamental de la burocracia de Moscú no era la revolución europea y mundial, sino que la dejasen disfrutar en paz de la plusvalía estatizada. Para eso Stalin buscó en un primer momento el acuerdo con los imperialismos “democráticos” (Francia, Inglaterra). Luego, en 1939, pactó con Hitler el reparto de Europa, lo que dejó a éste las manos libres para desatar la Segunda Guerra Mundial (1939-45). Pero su socio alemán lo invadió el 22 de junio de 1941...

Es que el jefe del imperialismo germano no sólo tenía contradicciones “ideológicas” con el pseudocomunismo de Stalin. Lo decisivo es que estaba forzado a seguir la lógica expansiva ya advertida por Rosa Luxemburgo. Desde antes de Hitler, los teóricos de la geopolítica alemana ponderaban la conquista y colonización de Rusia como la solución a los problemas del imperialismo germano. Y, en verdad, no había en esas circunstancias muchas opciones.

La Segunda Guerra Mundial no sólo fue una catástrofe para las potencias vencidas (Alemania, Italia y Japón) sino también para casi todas las vencedoras, como Gran Bretaña y Francia. Sólo EE.UU. salió, en verdad, victorioso, convertido en una superpotencia tanto militar como económica. Nunca en la historia del imperialismo se había dado semejante relación de fuerzas.

Así, paradójicamente, al terminar la guerra en 1945, EE.UU. no tenía frente a sí a otro imperialismo sino a la burocracia soviética... que pasó a jugar un rol fundamental... y en varios aspectos.

Europa hacia el final de la guerra estaba nuevamente revolucionada. Por segunda vez en el siglo el capitalismo y el imperialismo eran puestos en tela de juicio por las masas. El mundo colonial iba entrando también en ebullición...

Los partidos comunistas de Europa occidental, sumisos a Stalin (en Asia, el PC chino desobedeció y en 1949 tomó el poder), cumplieron entonces un papel decisivo —como el de la socialdemocracia al final del anterior conflicto mundial—, para acabar con la situación revolucionaria y restaurar el orden imperialista. Podían hacerlo porque ante las masas trabajadoras y populares tenían una doble aureola. Por un lado, aunque Stalin era el enterrador de la Revolución de Octubre, seguía apareciendo como su representante y la URSS, como la “patria del socialismo”. Por otro lado, Stalin emergía como el gran vencedor de Hitler.

Agreguemos que en Japón también se produjo un fuerte ascenso en la posguerra, con sindicatos combativos y elementos de poder dual. Este proceso fue derrotado por la represión del gobierno militar norteamericano de ocupación y la traición de las direcciones stalinistas y socialde­mócratas.

Pero la articulación de la burocracia de Moscú con el imperialismo fue más allá. Los cronistas vulgares llaman al período que va desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta la caída del Muro de Berlín (1989) y el derrumbe de la Unión Soviética (1991) como el “período de la Guerra Fría”, de la cual EE.UU. es proclamado “vencedor”. Más correcto es definirla como la época de los acuerdos de Yalta-Potsdam entre el imperialismo yanqui y la burocracia soviética, que garantizó un orden internacional como no existió en el interregno entre las dos guerras mundiales... y como no ha vuelto a recobrarse hasta ahora. La llamada “Guerra Fría” tuvo lugar en ese marco. Por eso (y no sólo por el arsenal nuclear) nunca llegó a calentarse.

En el marco de ese acuerdo-rivalidad, se echaron los cimientos de instituciones fundamentales del orden imperialista y del sistema mundial de Estados, como por ejemplo, las llamadas “instituciones internacionales”, las Naciones Unidas, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial...

No fue una época tranquila. Pasó de todo... grandes luchas, importantes revoluciones como las de China (1949), Bolivia (1952), Cuba (1959), Argelia (1962)... Los pueblos coloniales afroasiáticos, de grado o por fuerza, conquistaron su independencia formal. EE.UU. recibió la gran paliza al intervenir en Vietnam (1960-75). La burocracia de Moscú también debió enfrentarse a levantamientos y revoluciones (Polonia y Hungría en 1956, Checoslovaquia en 1968, otra vez Polonia en 1980-81). Desde 1968 hasta fines de los ’70, hubo otro pico revolucionario y de cuestionamiento del capitalismo, con el “mayo francés (1968), el “otoño caliente” en Italia (1969), el “cordobazo” de Argentina (1969), el proceso chileno (1970-73), la Revolución Portuguesa (1974), producto a su vez de las guerras de independencia en sus colonias africanas, las revoluciones en Nicaragua y Centroamericana (1979), etc. Pero en todo ese tumulto, el marco del orden de Yalta-Potsdam se reveló decisivo para encauzar y reabsorber pacíficamente y/o derrotar violentamente esos procesos...

El orden de Yalta-Potsdam y especialmente la pacificación de Europa están asimismo muy relacionados con el curso de la economía capitalista. Es imposible explicar el boom económico de posguerra, que duró hasta principios de los ‘70, la recuperación de la tasa de ganancia y la reconstrucción imperialista de las economías de Europa y Japón, sin tener en cuenta diversos factores “extraeconómicos”, como el trabajo destructivo de la guerra que liquidó una inmensa masa de capital y bienes, y fundamentalmente las condiciones políticas generadas por el orden de Yalta-Potsdam. Las clases trabajadoras de Europa occidental y Japón fueron lanzadas no a la conquista del poder por sus direcciones stalinistas, laboristas y socialdemócratas, sino a la “batalla por la producción”.

Sin embargo, este triunfo estratégico del imperialismo no fue gratuito. Como subproducto de esa grave situación de la lucha de clases, el capita­lis­mo imperialista se vio obligado a negociar y dar concesio­nes que en los países ricos, significaron un aumento notable del nivel de vida de los trabajadores, con el crecimiento sostenido del salario real, la generali­za­ción de sistemas de seguridad social (retiro, salud, desem­pleo, etc.), leyes “sociales” y convenios colectivos que regulaban las relaciones entre el capital y el trabajo, y, por sobre todo eso, un aparato de Estado “democrático”, que aparentemente se ponía “por encima” de las clases en pugna, y regulaba y ponía orden en el caos capitalista.

El Welfare State, Estado de bienestar social, Estado‑providencia o Estado‑plan keynesiano —se lo ha llamado de mil maneras—, ensayado en EE.UU. con Roosevelt y generalizado en la posguerra, no fue un reordenamiento “racional” del capitalismo, sino un subpro­duc­to de esa situación de la lucha de clases. Claro que podían hacerlo porque el mismo boom comenzó a darles tasas de ganancia extraordinarias.

Por la acción de las burocracias y en particular del stalinismo, la clase trabajadora no llegó a disputar abiertamente el poder en los centros vitales del imperialismo de Europa y Japón. Pero a su vez el imperialismo tampoco fue suficientemente fuerte como para poder negar concesiones, reformas y “libertades”, que a su vez dialécticamente servían para fragmentar a los trabajadores en los acuerdos corporativos con la patronal y enjaularlos en el marco de los Estados nacionales a través de las burocracias “obreras” políticas y sindicales cooptadas por el Estado capitalista.

Este fenómeno también se verificó fuera de los países imperialistas, en ciertos países “prósperos” de la periferia. El peronismo, por ejemplo, fue la versión argentina de ese hecho político y económico-social de alcances mundiales.

Es que el boom no sólo abarcó los países centrales. En una medida más desigual y limitada tocó también a muchos países capitalistas de la periferia (que en forma no muy exacta son denominados “tercer mundo”) y también al “segundo mundo” de la URSS y el Este europeo.

En el “tercer mundo”, tanto en América Latina como en países afroasiáticos independizados, fue la hora del “desarrollismo”, del inicio o crecimiento de industrias nacionales al calor del proteccionismo, la sustitución de importaciones y la estatización de ramas de la producción y los servicios.

En el “segundo mundo”, principalmente en la URSS, el desarrollo de la economía combinó la reparación de las destrucciones de la guerra con un gran crecimiento extensivo, logrado no por saltos en la productividad sino por el aumento del número de trabajadores, mediante la transferencia de mano de obra del campo a la ciudad y la incorporación masiva de la mujer a la producción.

El boom también terminó alterando las relaciones de fuerza económicas entre los tres polos del imperialismo, EE.UU., Europa occidental y Japón. El primero había salido de guerra mundial con una superioridad abrumadora no sólo militar sino económica. Era el único país imperialista cuya industria e infraestructura no había sido devastada total o parcialmente. Pero, al poco tiempo, Europa occidental y Japón comenzaron a crecer a tasas muy superiores a las de EE.UU. Su ventaja de absoluta se fue haciendo relativa, hasta el punto que en algunos momentos, alternativamente, Europa y Japón amenazaron tomar la delantera...

Digamos por último que la posguerra marcó también importantes cambios económicos y políticos en el imperialismo mismo. Los veremos más adelante, al comparar al imperialismo que estudiaron los marxistas a inicios del siglo XX con el actual. Sin embargo, adelantemos que después de 1945 desapareció (¿para siempre?) un rasgo fundamental señalado por ellos, los enfrentamientos militares por el reparto del mundo.

Para eso concurrieron varias causas. Entre otras, la superioridad militar estadounidense y la formación del “bloque occidental” como uno de los dos pilares del orden de Yalta-Potsdam. Con la constitución de la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte) en 1949, por primera vez en la historia todas las potencias imperialistas de Occidente formaron un mismo bloque militar. Y en el otro extremo del globo, Japón también se acogió a la alianza militar con EE.UU., el mismo enemigo que en 1945 le había tirado dos bombas atómicas.

El final del “boom” y del orden de Yalta-Potsdam

Pero luego de casi 30 años de gran crecimiento del producto y de buenas ganancias, especialmente notables en Europa y Japón en los ’50 y parte de los ‘60, la economía mundial entró, más visiblemente a partir de 1973, en un largo ciclo de declinación, que oscila entre el estancamiento y el crecimiento a paso de tortuga del producto, matizado por crisis financieras cada vez peores y acompañado de una caída general del nivel de vida. Ha sido un proceso desigual: “evolutivo” en los países imperialistas, pero convulsivo y catastrófico en la mayoría de los países de la periferia, en especial de África y América Latina... Y aún no puede decirse que el mundo haya salido de eso. El mini-boom estadounidense de 1993-2000 no se generalizó, como muchos esperaban. Lo de la “nueva economía” resultó un fiasco.

El fin del boom de posguerra tuvo consecuencias trascendentales. Las diversas y complejas transformaciones de la economía mundial que se conocen bajo el nombre tan equívoco de “globalización” (pero que usaremos por comodidad), han sido a la vez consecuencias y respuestas que el capital imperialista ha ido dando ante el ciclo descendente abierto en los ’70. Veremos luego esos cambios con más detalle. Pero adelantemos que así como el boom de posguerra no tiene explicaciones económicas “puras”, la fase de globalización de la economía capitalista nos remite también a la interacción con un contexto político-social mundial.

Ella se enmarcó, inicialmente, en las derrotas violentas y/o las asimilaciones “pacíficas” de los procesos del ascenso mundial de 1968, en las victorias de los gobiernos imperialistas especialmente Reagan y Thatcher sobre los trabajadores de sus países en los ‘80 y en la capitulación de las burocracias sindicales y los partidos “obreros” que se acomodaron a los “ajustes inevitables” y a los “sacrificios momentáneos para salir de la crisis” (¡argumentos que se repiten desde hace 30 años!).

Pero casi coincidente con la globalización económica se produjo otro cambio trascendental: el fin del orden mundial de Yalta-Potsdam por la caída del Muro de Berlín (1989) y finalmente de la misma URSS (1991). Su primera consecuencia fue la de dar el impulso más formidable al ya iniciado proceso de globalización del capital y a las políticas neoliberales que lo instrumentaban.

El derrumbe de la Unión Soviética permitió al imperialismo convencer a la mayoría que el “socialismo” había fracasado, que es imposible, y que no hay alternativas al capitalismo. Éste era presentado en su versión neoliberal ya que también, se decía, habían fracasado el estatismo y las regulaciones. Para América Latina, por ejemplo, el llamado Consenso de Washington, que sintetizó el programa neoliberal aplicado en el continente desde los ‘90, fue formulado expresamente a partir del hecho de la caída del Muro.

Sin embargo, la debacle de la URSS está teniendo a la larga consecuencias más contradictorias. El final poco glorioso del “socialismo” burocrático permitió inicialmente convencer a muchos de que no existen alternativa al capitalismo. Pero simultáneamente hizo desaparecer una caricatura que constituía el mayor obstáculo para luchar por una transformación auténticamente socialista. Esto se está poniendo más de presente hoy, cuando las luchas y movimientos anticapitalistas replantean con fuerza la cuestión de la alternativa.

Asimismo, el fin del aparato burocrático internacional con sede en Moscú, significó un golpe al conjunto de las burocracias, aunque no fuesen parte directa de él. Las fuertes tendencias a la independencia del Estado y los aparatos, a la democracia desde abajo, a la autoactividad y autodeterminación, y el rechazo al verticalismo, palpables en las luchas y movimientos del presente, tienen que ver con ese hecho histórico. Y esas tendencias no son un elemento de estabilidad del orden imperialista.

Por último, la borrachera neoliberal tampoco permitió advertir a muchos que con el fin de Yalta-Potsdam también finalizaba casi medio siglo de orden mundial, de un relativo orden en el sistema de Estados que contrastó con el período caótico del 1914-45 y también con la “paz armada” de 1871-14 que desembocó en la primera gran guerra. Ahora, el curso de la administración Bush pone ese problema en el centro de la escena.

Corresponde ahora examinar qué continuidad y qué cambios se han registrado. Para comodidad del análisis y la exposición, agrupamos esto en tres órdenes. El primero, el de la globalización de la economía mundial. Es decir, cómo es hoy “económicamente” el imperialismo. El segundo, el de las relaciones del imperialismo con los países de la periferia “subdesarrollada”. En el tercero, veremos las relaciones interimperialistas y la disputa por un nuevo orden mundial, y las fuerzas y debilidades del imperialismo actual.

La globalización de la economía mundial

Hilferding, Bujarin y Lenin analizaron el nacimiento de los monopolios modernos, uno de los rasgos con que definieron la etapa imperialista del capitalismo. Pero si bien esos monopolios competían en el terreno del comercio mundial, aun eran por regla general (a excepción de los petroleros) monopolios esencialmente nacionales, tanto por sus capitales como por la localización de gran parte de su producción.

Tras la última posguerra, esto comenzó a cambiar con la generalización de las multinacionales, que operaban y producían ya en varios países. Pero, en esa fase inicial, se trataba de lo que se denomina “producción multidoméstica”. Seguían actuando ajustados al marco de las distintas economías nacionales donde tenían sus empresas e inversiones. Por ejemplo, la multinacional instalaba en país una filial no especializada que producía unidades completas del producto, que se vendían principalmente en el mercado interno de allí. En los países donde operaban, formaban parte de monopolios u oligopolios a escala nacional.

La globalización significó una nueva fase. Las multinacionales —y los grupos económicos (holdings) que las agrupan— se organizan como empresas globales: operan a nivel mundial en el conjunto de sus actividades (producción, tecnología, finanzas e integración de sus capitales, comercio, etc) y no para un mercado nacional ni tampoco para una suma de mercados nacionales, como se hacía inicialmente en la posguerra. Esto se traduce asimismo en la constitución de oligopolios ya verdaderamente mundiales.

Se ha definido el concepto de oligopolio mundial como el “espacio de competencia” delimitado por el pequeño número de grandes grupos económicos (holdings) que, en una rama o un grupo de ramas, son los únicos operadores efectivos a escala mundial.

Esta situación de ninguna manera suprime la competencia ni resuelve la anarquía que resulta de la contradicción entre el carácter social de las fuerzas productivas y el carácter privado de su apropiación. El capitalismo no logra por eso desarrollarse “armónicamente” y sin sobresaltos, ni menos planificar su desarrollo. Pero ahora las batallas fundamentales de esa guerra se dan a nivel de los oligopolios mundiales.

Como toda guerra, esto no niega sino por el contrario implica pactos, alianzas y acuerdos entre rivales. Por eso, en el oligopolio mundial hay competencia feroz, pero simultáneamente colaboración y acuerdos entre las firmas que lo componen.

En la conformación de los oligopolios mundiales se verifica un fenómeno de importancia, íntimamente ligado a la globalización del capital-dinero y la constitución de un único mercado financiero mundial. Este fenómeno, es el crecimiento importante de las inversiones directas en el extranjero (IDE) como así también de las inversiones de cartera de un país al otro.

Pero al revés de las tendencias de las inversiones directas en el extranjero que se observaron en la primera época del imperialismo —los países avanzados exportaban capitales hacia las colonias o semicolonias—, el grueso de las IDE se ha ido canalizando principalmente entre los mismos países avanzados: EE.UU., Japón y Europa occidental. Además, el porcentaje históricamente decreciente de las IDE que van a los “países en desarrollo” se concentra en pocos lugares, principalmente China.

El origen y destino de las IDE significa que se viene dando un proceso de interpenetración mutua de los capitales de los países avanzados, mediante inversiones cruzadas de un país a otro, compras y fusiones de empresas, etc. O sea, desde Japón se invierte en empresas de EE.UU., desde EE.UU. en Europa occidental y viceversa.

Esto ha determinado, lógicamente, una colosal concentración del capital monopolista, pero ahora a escala realmente mundial.

Todo esto tiene relación estrecha con cambios en sus operaciones económicas, que han determinado transformaciones de fundamental importancia en la producción, el comercio internacional, la investigación y desarrollo y el flujo de tecnologías a escala mundial, etc. Aunque en menor medida que las finanzas, todas las operaciones económicas han tendido a internacionalizarse.

Esto da condiciones óptimas, en primer lugar, para la clave de la valorización del capital, que es la extracción de más y más plusvalor en la producción. La ubicación de las multinacionales como productores mundiales permite unos márgenes de maniobra cualitativamente superiores a los que tenían en el período anterior para la explotación del trabajo. Significa de por sí un cambio en las relaciones de fuerza entre el capital y el trabajo, que no está organizado internacionalmente para resistir las imposiciones de nuevos patrones de explotación, de precarización creciente, de liquidación de las legislaciones laborales y leyes sociales, etc.

En formas o menos “blanda” en Europa, más dura en EE.UU. y Gran Bretaña, y salvaje en América Latina y otras regiones de la periferia, los años de la globalización han sido los de una ofensiva sin pausas sobre el salario, los ritmos de producción, la jornada de trabajo, la estabilidad laboral y la precarización, los convenios colectivos, etc. Esto se ve facilitado al ubicarse en el marco de una producción directamente mundial.

El comercio mundial, desde la posguerra, ha tendido a crecer a un ritmo más rápido que el crecimiento del Producto mundial. Pero el hecho más significativo es que en el flujo del comercio internacional se constata un fenómeno semejante al de las IDE: se ha ido concentrando cada vez más entre los países desarrollados (con el agregado del Sudeste asiático y China) y, en especial, entre la Tríada (EE.UU., Europa occidental y Japón). Con algunas excepciones, el resto de los países ha visto caer su participación proporcional en el comercio mundial.

Pero las transformaciones del comercio mundial no sólo son cuantitativas sino cualitativas. Al tender a internacionalizarse la producción, hoy el sector predominante del intercambio internacional es cada vez más el comercio intrasectorial (dentro de oligopolios de la misma rama o afines) e incluso intrafirmas (un holding, a través de sus filiales, se compra y se vende a sí mismo productos de país a país.

En investigación y desarrollo e intercambio de tecnologías, la “deslocalización” y el entrecruzamiento entre los grupos oligopólicos mundiales es aun mayor: hay una feroz rivalidad pero al mismo tiempo “redes de alianzas” para desarrollar y/o monopolizar investigaciones, incluso entre competidores frontales. Esto implica que hoy existe una apropiación casi absoluta de toda innovación por parte de los oligopolios. Esta es un arma decisiva, en un período como el actual, caracterizado por grandes cambios tecnológicos.

La regionalización del intercambio (con el NAFTA, la extensión de la Unión Europea, el Mercosur, etc.) es también un fenómeno característico de esta fase del capitalismo, que tuvo su precedente en el antiguo Mercado Común Europeo.

Todos estos fenómenos hicieron teorizar a algunos que vamos hacía la práctica desaparición de las economías nacionales, de las fronteras (por lo menos en su sentido económico) y hasta, en perspectiva, de los Estados nacionales, y que las empresas y holdings ya han perdido o están perdiendo su “nacionalidad”. Significaría, entre otras consecuencias, que irían desapareciendo las rivalidades interimperialistas, entre EE.UU., Japón y Europa. Todo esto se ha demostrado falso. Hay tendencias contrapuestas, pero las multinacionales siguen tenido “patria” y cuando hay algún problema apelan a su Estado imperialista.

Pero el fenómeno quizás más “espectacular” de la fase de globalización ha sido la hipertrofia del capital financiero y especulativo. Aquí la internacionalización es prácticamente total.

Mediante la desregulación general de los movimientos internacionales del capital-dinero y los mercados financieros (consumada en los ’80) y la interconexión en tiempo real de todas las bolsas, mercados de cambio y plazas financiera se ha configurado un único mercado financiero global “libre” (es decir, con escasas regulaciones y controles estatales). Ha habido un aumento fenomenal, desde mediados de los ‘70 y plenamente desde los ‘80, de los capitales volcados al mercado financiero global (generalmente en operaciones exclusivamente rentísticas o especulativas), aumento que no ha guardado proporción alguna con las tasas de crecimiento del Producto, de las inversiones productivas o del comercio exterior.

El mercado de cambios es un termómetro que mide bien este movimiento. Se ha calculado que apenas entre el 3% ó 4% de las transacciones en el mercado mundial de cambios tiene que ver con el pago de operaciones del comercio internacional (importaciones y exportaciones de bienes y servicios), turismo, etc.

Los mismos holdings industriales funcionan hoy como centros financieros, aunque no sean bancos y aunque posean principalmente grandes empresas productivas. Se esfuman las fronteras entre sus actividades productivas y las especulativas. Las complejas maniobras para sostener a toda costa el valor de sus acciones, que van desde la recompra por la misma empresa hasta la falsificación lisa y llana de los balances, las ganancias por nuevas emisiones de acciones o bonos, etc. sin relación con la producción, se fueron convirtiendo en el centro de la actividad de muchas empresas. Enron fue un caso extremo pero no excepcional.

Pero uno de los hechos más notables ha sido la constitución de colosales concentraciones de capital-dinero en “estado puro”, manejadas internacionalmente por apenas 30 a 50 bancos y un puñado aun menor de “inversores institucionales” que agrupan prin­cipal­mente a los fondos de pensión, compañías de seguros, fondos mutuos de in­versión, etc. de EE.UU. Ellos fueron los principales fogoneros de la “burbuja” del mercado de valores de Nueva York, cuyo “desinfle” ha agravado seriamente los problemas de la economía mundial y de EE.UU. en los últimos tiempos.

Aquí es imposible desarrollar a fondo cómo se articulan y funcionan todos estos elementos descriptos por separado. Simplificando abusivamente, digamos que desde la posguerra el “circuito” productivo, comercial y financiero mundial se estructuró como una ancha, luminosa y bien pavimentada avenida circular —que se podría bautizar Av. Del Imperialismo— que une tres country clubs de alto copete: EE.UU., Europa occidental y Japón. Cada tanto, de los costados de la Av. Del Imperialismo salen calles de barro, mal iluminadas, que van a unos barrios pobres y villas donde vive el 80% de la humanidad. Por la Av. Del Imperialismo circula la mayor parte de la riqueza mundial, incluso la que no se produce allí sino en los barrios de extramuros... capitales, comercio, finanzas, inversiones, servicios, tecnología...

Este circuito, “funcionó bien” al principio, durante casi 30 años, pero luego ha ido de mal en peor. La tasa de ganancia, especialmente de la industria, declinó fuertemente Hay diversas causas, entre ellas que la producción de los tres polos es redundante y no complementaria, que hay un exceso de capacidad instalada y que la brecha actual en la producción mundial entre capacidad industrial y su utilización es la mayor desde la crisis de 1930.

EE.UU. es, de alguna manera, el centro de este circuito, que mantiene en movimiento de varias formas. Entre ellas un déficit comercial colosal, que ayuda a colocar la producción de Japón y Europa... quienes a su vez equilibran el balance de pagos yanqui y financian su no menor déficit fiscal, comprando Bonos del Tesoro, acciones en Wall Street y haciendo inversiones directas. Los del principal country, EE.UU., no ahorran nada, están endeudados hasta el cuello y gastan más de lo que les ingresa... Lo justifican, entre otras razones, porque ellos se ocupan de mantener el orden en los barrios de tierra y de manejar los punteros a su servicio. En este esquema, los miserables de la periferia, donde cada vez son más los desocupados, cumplen un papel esencial, trabajando por monedas para los dueños de los countries, vendiendo lo que producen a precios cada vez peores y endeudándose hasta más no poder con los usureros que también tienen chalet allí.

De 1993 al 2000, uno de los polos, EE.UU. logró un ascenso de su economía. Pero eso finalizó sin haberse podido de conjunto relanzar un ciclo de crecimiento de todo el circuito, como en la posguerra. Aquí ha sido mortal, además, la burbuja especulativa de la bolsa. Inicialmente ayudó a empujar las cosas demasiado para arriba (“efecto riqueza”), con una borrachera de consumo, endeudamiento familiar y empresario, y exceso de inversiones. Pero al desinflarse, agravó en la misma medida los factores depresivos (inversión del “efecto riqueza”).

Advirtamos que los imperialismos no estaban organizados en un circuito semejante, cuando Lenin y los otros marxistas los estudiaron. Menos aún entre la Primera y Segunda guerras, cuando la Gran Depresión empujó más bien a cada imperialismo hacia una (imposible) autarquía o, los que tenían grandes colonias como el Imperio Británico, a establecer con ellas y algunos países dependientes (Argentina) un circuito cerrado. De alguna manera, el circuito de la Av. Del Imperialismo sigue reflejando las relaciones interimperialistas tal como se conformaron después de la Segunda Guerra, alrededor de EE.UU. La pregunta del millón es en qué medida esto va a mantenerse.

Pero lo fundamental es subrayar cuál es la consecuencia mundialmente más importante de la actual configuración del capitalismo. Marx señalaba que la producción no sólo produce cosas, sino que también “produce al productor”. Distorsionando esta frase, podríamos decir que hoy, en la etapa de globalización de la economía capitalista, la producción produce al no-productor. La principal “rama de producción” del capitalismo actual es la producción de desempleados, de excluidos tanto del trabajo asalariado como de cualquier otra forma de ganarse el pan. Esta “rama de la producción”, la producción de pobreza e indigencia, nunca entra en recesión.

Mundialmente el desempleo de coyuntural se ha vuelto estructural. O sea que en el capitalismo sobra cada vez más gente. Y esto es cualitativamente más grave en la periferia que en el centro desbordante de riqueza.

El capitalismo, al expandirse universalmente, ha ido destruyendo cada vez más las distintas formas de trabajo “independiente” urbano o rural, la producción “domestica”, el pequeño campesino, etc. Cada vez más gente está condenada a trabajar como asalariada. Pero al mismo tiempo, no hay más puestos de trabajo, sino menos. A ello concurre una variedad de factores, desde los cambios tecnológicos hasta las tendencias declinantes de la economía y sobre todo la polarización mundial de la riqueza entre un sector obscenamente rico, que es un porcentaje cada vez menor de la humanidad, y otro porcentaje extremadamente pobre, que crece en la misma medida. Esta es la contradicción social más explosiva del imperialismo en el siglo XXI.

Las relaciones del imperialismo con la periferia de países “atrasados”

En la presente fase del imperialismo, se han producido asimismo cambios en las relaciones entre el centro del mundo, con sus tres polos de EE.UU., Europa occidental y Japón, y la periferia atrasada. En el siglo XX, esas relaciones pasaron por dos situaciones previas al actual período

La primera, es la que analizaron Lenin y los otros marxistas. En ese momento, la mayoría de los pueblos atrasados eran directamente colonias, principalmente de las potencias europeas.

Pero, decía Lenin, entre “los dos grupos fundamentales de países —los que poseen colonias y las colonias—” existen excepcionalmente “diversas formas transitorias de dependencia estatal... las formas variadas de países dependientes que, desde un punto de vista formal, son políticamente independientes, pero que en realidad se hallan envueltos en las redes de la dependencia...”. Había, entonces, “países semicoloniales” que “son típicos, en este sentido, como «caso intermedio»”. Los países de América Latina se encontraban entre esa variedad excepcional de “formas transitorias” o “casos intermedios”.

La segunda situación se configuró en la última posguerra. Fue producto, por un lado, de las luchas de los pueblos coloniales. Por el otro, de la hegemonía mundial del imperialismo yanqui, que no poseía grandes colonias y al que resultaba intolerable que sus competidores europeos las conservaran. Los “casos intermedios” —países formalmente independientes pero en verdad envueltos en las redes de la dependencia— pasaron a ser la regla y no la excepción.

Dentro de esa diversidad, se desarrolló una gama de economías capitalistas nacionales más o menos “cerradas” y estatizadas, rodeadas de ciertas mediaciones y defensas en sus relaciones con el mercado mundial y el capital imperialista. Fue la época de la mitología del “desarrollismo” y el “despegue”, teorizado por W.W. Rostow. Los países atrasados iban a remontar vuelo y alcanzar a los más avanzados. Pero prácticamente todos los aviones que intentaron despegar, se estrellaron a metros o, con suerte, a algunos kilómetros de la pista...

En los ‘90, la fábula del “despegue” de Rostow fue reemplazada por la “apertura al mundo” y la “globalización” que iban a homogeneizar y limar diferencias entre los países. Los resultados fueron peores aun. El paradigma mundial de integración a la globalización fue en su momento Argentina. Sobran las palabras...

Desde la posguerra la gran brecha económica y social que mediaba entre los países imperialistas y la periferia atrasada se ha convertido en un abismo insondable, especialmente si se excluyen de la estadística ciertos casos especiales como China y algunos países petroleros. Y esto medido por el indicador que se quiera, desde el producto y el ingreso per cápita hasta la participación en el comercio mundial. A esto concurre una variedad de factores.

En primer lugar, hunde sus raíces en las funciones que históricamente cumplió la periferia en la constitución misma del mercado mundial hace cinco siglos, en la “acumulación originaria” del capital y en los sistemas imperiales (y luego imperialistas) de Estados que se fueron sucediendo.

Como analizaba agudamente Trotsky, al exponer la “ley de desarrollo desigual y combinado”, los países más avanzados terminaron bloqueando el progreso de los rezagados. Sólo la revolución socialista podrá corregir esto.

Pero además de esta ubicación histórica general, el agravamiento acelerado e inaudito de esta asimetría, desde los desastres en que se hunden continentes enteros como el África negra hasta el colapso de países de industrialización media como Argentina, indican que hoy también operan nuevos mecanismos específicos que empeoran la situación.

Basta comparar (como ha señalado Claudio Katz) la situación relativa del centro y la periferia durante el anterior ciclo descendente del capitalismo (el de entreguerras, con centro en la Gran Depresión de 1929-33) con la situación actual.

En los ’30, lo peor de la crisis la sufrieron los países imperialistas, y las mayores catástrofes económicas y sociales ocurrieron precisamente en los dos más avanzados, Alemania y EE.UU.

Hoy sucede lo opuesto. El ojo de la tormenta pasa por la periferia y devasta incluso a países que, en los papeles, en las estadísticas del PBI per cápita, aparecían a “medio camino” entre el “tercer mundo” y el primero, como es el caso de Argentina.

Ello se debe a que hoy existen a nivel mundial nuevos y más eficaces mecanismos de transferencia de riquezas, de valor, de la periferia al centro imperialista. Hagamos la lista de algunos de ellos:

a) La deuda externa: una bola de nieve cuyo servicio implica la reducción progresiva de los gastos sociales del Estado (salud, educación, retiro, etc.) y la imposibilidad de que éste pueda cumplir el mismo papel “reactivador” de la economía que realizan los Estados imperialistas en sus países. El Estado semicolonial se vuelve cada vez más un mero recaudador de impuestos para el pago de la deuda.

b) El deterioro de los precios de las commodities que vuelven gradualmente a ser el grueso de la producción para el mercado mundial de los países latinoamericanos y de la mayor parte del “tercer mundo” (a excepción de casos especiales como los del Sudeste asiático).

c) La bancarrota de la industria sustitutiva de importaciones del anterior período deja multitudes de obreros de desocupados. Esto no se compensa con el eventual desarrollo de subcentros de ensamblaje anexos a alguna multinacional. Además esta variante de pseudoindustrialización es simplemente una “aspiradora” de valor de la periferia al centro.

d) Los tributos por marcas, patentes y tecnología son otra carga adicional, ligada a ese cambio de la industria.

e) Las privatizaciones entregan a precio vil al capital imperialista los bienes acumulados durante la anterior etapa “desarrollista”.

f) Las inversiones de capital extranjero se ubican principalmente en los servicios y ex empresas del Estado privatizadas, que generalmente constituyen monopolios con clientela cautiva y sin riesgo empresario alguno. Sólo un porcentaje menor se invierte en unidades productivas para la exportación al mercado mundial.

g) El dominio del sistema financiero por la banca extranjera y su conexión directa con el mercado financiero mundial establece un “puente de plata” para la fuga de capitales de la burguesía nacional y de todas las empresas. Este “dólarducto” alimenta los mercados bursátiles de EE.UU. y otros centros financieros del imperialismo. Se incorpora a la circulación por la Av. Del Imperialismo, de la que hablamos, y así contribuye a aliviar la crisis en los países centrales.

h) Las remesas al exterior por ganancias del capital extranjero en la empresa privada, por marcas y patentes, y por las superganancias de los servicios privatizados es otra hemorragia que, junto con la amortización de la deuda y la fuga de capitales, deja exhaustos a los países semicoloniales. Estos viven de crisis en crisis de su balance de pagos. Crisis que son aprovechadas por el imperialismo a través del Fondo Monetario Internacional para imponer más sacrificios y sometimiento.

Todas estas sangrías que aniquilan a los países de América Latina y el “tercer mundo”, son al mismo tiempo transfusiones de sangre para la anémica economía imperialista, que no logra salir del ciclo declinante iniciado en 1973. Este es el secreto de que, a diferencia de la crisis del ’30, las catástrofes sociales se dan ante todo en la periferia.

Subrayemos que, en este cuadro, el imperialismo asocia de mil maneras a las burguesías nacionales de las semicolonias (e incluso a sectores altos de las clases medias): como poseedores de títulos de la deuda pública de su propio país, como accionistas minoritarios de las empresas extranjeras o simplemente como inversores en el mercado financiero globalizado (compra de acciones y/o cuotas de fondos de inversión, de Bonos del Tesoro, depósitos de “plazos fijos” en los bancos del centro, etc.). Hay, entonces, una base material para el eclipse del nacionalismo burgués en la mayoría de los países de América Latina y el “tercer mundo”. Y es sugestivo que cuando un gobernante como Chávez, se atreve a tomar algunas tímidas medidas, la gran mayoría de la burguesía e incluso de las clases medias le salta al cuello.

Pero estas transformaciones van a asociadas a otro cambio político mundial aun más importante. Existe una tendencia a la recolonización de la periferia, que se expresa de múltiples maneras.

Esto, por supuesto, no significa simplemente el regreso a los tiempos de la Reina Victoria. Pero recordemos que la categoría misma de país semicolonial es algebraica. Puede abarcar una “diversidad de formas transitorias de dependencia estatal”. Y es evidente en qué sentido hoy sopla el viento del imperialismo.

Esto se presenta de diversas maneras pero con el mismo signo. En los países de América Latina y otras regiones del “tercer mundo”, por ejemplo, el FMI se ha convertido de hecho en una institución de esos Estados. Determina al detalle los planes económicos y las cuentas estatales, controla su aplicación y, de hecho, en muchos casos también los ejecuta, imponiendo ministros de Economía que son sus agentes directos. Ejerce así poderes discrecionales sobre resortes esenciales de la soberanía de un Estado, como la emisión de moneda o la creación y destino de los impuestos. Es una institución colocada por encima de los poderes “constitucionales”, que no sólo decide, ejecuta y controla, sino que también amonesta severamente a los gobernantes “indisciplinados”. Su hermano mellizo, el Banco Mundial, asume asimismo un carácter cuasi estatal. Dictamina sobre aspectos fundamentales de las “reformas del estado”, planifica cambios totales en los sistemas de salud, de educación, etc. Por eso, cuando la debacle de Argentina, no sonó raro la propuesta de Rudi Dornbusch del MIT de establecimiento de una especie de protectorado financiero que se hiciera cargo de la conducción económica, vista la incapacidad de los nativos para administrarse.

Simultáneamente, en un proceso mucho más silencioso, el continente se está cubriendo de una red de bases e instalaciones militares con presencia del ejército de EE.UU. El presidente Uribe de Colombia ha hecho punta reclamando tropas norteamericanas en su territorio.

Pero lo que marca claramente la tendencia es Irak. Tras los ensayos de Kosovo y Afganistán, aquí se plantea pura y simplemente un gobierno militar estadounidense sine die. Y eso en un país que ha sido el corazón histórico de la civilización árabe.

Y conviene subrayar que el proyecto imperialista que fue presentado como opuesto al de EE.UU., la propuesta de Francia, era igualmente la de establecer un protectorado... sólo que del Consejo de Seguridad de la ONU... o sea con participación de los bandidos imperialistas de París en el reparto de Irak.

Creemos entonces que, como producto de la crisis, vuelve a replantearse la observación de Lenin que “para el capital financiero la subordinación más beneficiosa y más «cómoda» es aquella que trae aparejada consigo la pérdida de la independencia política de los países y de los pueblos sometidos”.

Las relaciones interimperialistas y la disputa por un nuevo orden mundial

El derrumbe de la URRS y el fin del orden de Yalta-Potsdam implicaron un cambio fundamental en el marco en que se habían dado las relaciones interimperialistas desde 1945. Desde ese momento, ellas no estuvieron sobredeterminadas por la necesidad primordial de cerrar filas contra el “Imperio del Mal” con domicilio en Moscú, ni tampoco la de delegar en EE.UU. la representación y decisiones del “mundo libre”.

En la historia, las alianzas basadas en el principio de “el enemigo de mi enemigo es mi amigo” se han disuelto tarde o temprano al desaparecer el adversario común... y a veces la cosa han terminado violentamente... ¿Esto implicará la vuelta a la competencia y los enfrentamientos interimperialistas por el reparto del mundo, que analizaron Lenin y los marxistas de su época? ¿Las evidentes pugnas económicas, políticas y diplomáticas podrían ser continuadas “por otros medios”, por ejemplo, militares? ¿O el poder del imperialismo yanqui, tanto económico como militar, sigue haciendo inconcebible no ya los desafíos bélicos sino ni siquiera una competencia seria entre los imperialismos?

Estas preguntas son pertinentes. Sin embargo, la vida no ha dado aún respuestas categóricas. Hay tendencias contradictorias en uno y otro sentido, que es importante analizar.

Para eso, hay que comenzar por decir que la historia nunca vuelve atrás. Aunque haya desaparecido la URSS, el imperialismo del siglo XXI sigue siendo muy diferente al de hace cien años.

En primer lugar, en la esfera de la economía, hay tendencias tanto a la colaboración como a la rivalidad. Por supuesto, como ya señalamos, hay que descartar las exageraciones acerca de “trasnacionalización” de las corporaciones. Prácticamente todas siguen firmemente asentadas en su suelo nacional y en su Estado imperialista que las protege y defiende. Y hoy más que nunca, porque la competencia es feroz bajo el aguijón de la crisis. Es evidente además que van aumentado los contenciosos económicos y comerciales entre los imperialismos, lo que se refleja en la montaña de juicios en la OMC..

Sin embargo, esto no significa que es lo mismo de un siglo atrás. Simultáneamente existen diferentes relaciones de colaboración e intereses comunes, no sólo entre corporaciones sino también más en general entre inversores. Hay, como ya dijimos, un entrecruzamiento de inversiones directas y de cartera como no existía un siglo atrás. Si la burguesía japonesa en 1941 hubiese tenido en cartera cientos de miles de millones de dólares de Bonos del Tesoro de EE.UU., hubiera pensando dos veces antes de lanzarse a Pearl Harbor. Y no es menor el entrelazamiento a ambos lados del Atlántico. Recordemos igualmente que la despiadada competencia en el seno de los oligopolios mundiales se da combinada con el crecimiento del comercio intra-ramas, la complementación en la producción, los acuerdos de tecnologías y patentes, etc., en una escala muy distinta a la del pasado.

En las relaciones con la periferia, se aprecian también las mismas tendencias contradictorias. Proyectos como el del ALCA, por ejemplo, están evidentemente dirigidos establecer un coto de caza exclusivo de EE.UU. En África negra, Francia sigue actuando en sus ex colonias como el dueño de casa, lo que ha motivado conflictos con otros países.

Pero simultáneamente hay un interés común en sostener los mecanismos de expoliación ya descriptos de transferencia de valor desde la periferia al centro, que ayudan a moderar la crisis en los países imperialistas. Y para eso sigue habiendo un frente único, como se puede apreciar por ejemplo en el FMI cuando se trata de despellejar a los países del “tercer mundo” en problemas.

Más en general, el mecanismo económico ya descripto —de EE.UU. como centro económico y financiero de un circuito muy interdependiente de sus déficits comercial, fiscal y de pagos, que contribuyen a sostener la demanda mundial pero que a la vez exigen el ingreso de capitales para compensarlos— hoy está en situación delicada. Como en toda crisis, hay forcejeos de las partes, pero hasta ahora nadie ha pateado el tablero.

Son todos elementos a tener en cuenta. Sin embargo sería un error economicista reducir la cuestión a ellos. El problema no es sólo “económico” sino también de hegemonía, del problema de cómo establecer un “nuevo orden mundial”, como planteó Bush (padre) en 1991.

Esta necesidad tiene que ver también con los mismos “éxitos” de la globalización. Ellos han agudizado como nunca antes una de las contradicciones más graves del sistema capitalista: por un lado, el carácter cada vez más mundializado de la economía y, por el otro, la imposibilidad de un Estado mundial bajo el capitalismo.

Después de la caída del Muro, el problema se fue encarando, podríamos decir, pragmáticamente, caso por caso (Kuwait, Somalia, Bosnia, Haití, Kosovo, etc.). Pero era evidente que en el “concierto internacional” muchos instrumentos desafinaban. El atentado a la Torres pareció que al fin lograría hacer marcar el mismo ritmo a todos. Sin embargo, a un año y medio, las divisiones entre los imperialismos son las más profundas desde 1945. Su organismo de “frente único” político-diplomático, la ONU, no logra resolver nada. Y su “frente único militar”, la OTAN, ha quedado también paralizado y dividido.

Podríamos decir —en una simplificación algo peligrosa— que hay dos proyectos de “orden mundial” imperialista sobre tapete. Reflejan, por supuesto, los intereses opuestos de sus promotores. El problema es que esos proyectos no son fáciles conciliar.

El proyecto de la administración Bush se concreta en lo inmediato en el unilateralismo, pero que podría ir más allá si logra imponerse y legitimarse. Apunta a un hegemonismo superimperialista (lo que no significa que ya lo sea realmente). Este hipotético superimperialismo admitiría socios menores, por ejemplo, Gran Bretaña, pero incluso éstos no hacen a la esencia del proyecto. Sus principales puntos son los siguientes:

1) Estados Unidos está en “guerra contra el terrorismo”, algo lo suficientemente ambiguo como para incluir cualquier cosa. Y es EE.UU. el que decide por sí y ante sí quién es “terrorista”.

2) A diferencia de otras guerras, ésta no se libra en un territorio determinado sino potencialmente en todo el planeta. Es que los “terroristas” pueden estar en cualquier lado, como los extraterrestres de la vieja serie Los Invasores. En qué lugares se llevarán adelante las operaciones militares y policiales, lo irá decidiendo EE.UU. “No nos limitaremos a una sola campaña pues nuestra estrategia es mundial”, declaraba uno de los jefes del Pentágono en vísperas de Afganistán.

3) Esta guerra, que ordena y determina el conjunto de la política mundial, no va a terminar jamás. “Es distinta a la Guerra del Golfo —dice el vicepresidente Cheney—, en el sentido que no puede acabar nunca. Al menos, no en el transcurso de nuestras vidas.”

4) Contra el mismo derecho internacional burgués y la sacrosanta Carta de la ONU, Bush establece la doctrina de la “guerra preventiva” que (no está demás recordarlo) solía ser la invocada por Hitler. Por ejemplo, cuando invadió Noruega, Dinamarca, Bélgica, Holanda y Luxemburgo en 1940 y declaró la guerra a la URSS en 1941. EE.UU. tiene derecho a hacer la guerra no contra una agresión real, actual, sino potencial, que se supone que podría darse en el futuro. Por supuesto, es el gobierno de EE.UU. el encargado de prever el futuro.

5) EE.UU., en principio, no rechaza los organismos internacionales, como la ONU... pero siempre que “voten bien”, o sea lo que les pide Washington. Si no es así, EE.UU. no se disciplina a ningún “organismo internacional”. Si la ONU lo avala, bien. Si no, también. A la Corte Penal Internacional para juzgar crímenes contra la humanidad, directamente no le reconoce jurisdicción sobre ciudadanos de EE.UU.

El otro proyecto de orden imperialista mundial es el auspiciado por las potencias hegemónicas en la Unión Europea, Francia y Alemania, y (por lo menos en la coyuntura) por Rusia y China. Se puede resumir así:

1) Existe una “comunidad internacional”, un “derecho internacional” y “organismos internacionales”, la Organización de las Naciones Unidas en primer lugar, la Corte Penal Internacional, la Organización Mundial de Comercio, etc.

2) La guerra y la paz y, en general, todas las querellas internacionales de orden político las debe decidir la ONU, a través del Consejo de Seguridad (donde EE.UU., Gran Bretaña, Francia, Rusia y China tienen asientos permanentes y derecho de veto).

3) Del mismo modo, tiene que ser competencia exclusiva de la ONU disponer la ocupación militar de países y el establecimiento de protectorados. Así también debe ser en el caso de Irak. Si hay que invadirlo, lo decidirá la ONU, se hará con tropas bajo el comando de la ONU y el gobierno de ocupación también será de las Naciones Unidas.

4) La Corte Penal Internacional debe tener el derecho a juzgar a todo el mundo, incluso a estadounidenses, por crímenes de lesa humanidad.

Es obvio que, dentro de este ordenamiento, nada puede ser decidido sin el acuerdo de Francia, Rusia y China. Tanto EE.UU. como su alter ego británico estarían siempre obligados encuadrarse en el consenso con ellos.

Ambos proyectos de “orden mundial” tienen que ver con los puntos fuertes y débiles de cada agrupamiento imperialista. Estados Unidos, aunque cumple el papel central que hemos señalado en el circuito económico mundial, no tiene una superioridad neta en ese terreno, y hoy menos que nunca con el fin del boom 1993-2000. Y el futuro se presenta muy incierto. Su único as es la carta militar, donde tiene superioridad absoluta sobre el resto. Esa es la que juega Bush, para desequilibrar todo a su favor, incluida la economía mundial. El imperialismo yanqui huye hacia adelante con una bomba atómica en la mano.

Es que rediseñar el mapa de Medio Oriente, establecer allí una colonia petrolera y hacerse con las mayores reservas mundiales de hidrocarburos sin tener que pasar por la ventanilla de Saddam y la OPEP, no sólo sería un gran negocio para Bush —a la vez familiar y “patriótico”—, sino que pondría a Francia, Alemania y otros imperialismos en una situación de grave dependencia de EE.UU. en el terreno vital de la energía.

En cambio, Francia y sus aliados, por el lugar que ocupan en los “organismos internacionales”, pretenden, con el solo gasto de levantar la mano en el Consejo de Seguridad, dictar condiciones a EE.UU., que gasta en su presupuesto militar la suma de los presupuestos de los 15 siguientes países. Esto le resulta inaceptable, por lo menos al sector de la burguesía de EE.UU. representado por Bush.

Por otra parte, un orden imperialista mundial siempre se ha apoyado en última instancia en la fuerza militar. Así fue en la “paz armada” de 1871 a 1914. En el período de 1945 a 1989-91, el orden fue sostenido de últimas por la OTAN y el Pacto de Varsovia. El “derecho internacional” sin cañones nunca ha sido respetado. Es como si un Estado burgués quisiera hacer “cumplir la ley” sin una policía.

Francia, Alemania y las demás potencias que objetan a EE.UU., ¿están dispuestas en entrar en carrera con el imperialismo yanqui en el terreno militar? Es muy dudoso. Pero si se llegara a eso, quedarían alteradas no sólo las ecuaciones del poder, sino también de la economía mundial.

“En el planeta hay dos superpoderes”

Como decíamos al principio citando a Itsván Mészáros, en el siglo XXI estamos en “la fase potencialmente más mortífera del imperialismo”.

El capitalismo imperialista ha organizado las relaciones entre la humanidad y la naturaleza, de manera tal que está destruyendo a esta última.

Ha organizado las relaciones entre los hombres para producir, de manera tal que un sector creciente de trabajadores queda excluido y el otro es cada vez más explotado. La economía capitalista mundial, en las cumbres de la tecnología, tiene como su principal producto la fabricación de pobres.

Para solucionar su crisis expandiéndose, trata desesperadamente de mercantilizar todas las esferas de la actividad humana, y a todas las necesidades del hombre hacerlas objeto de compra-venta.

Quiere llevar otra vez a pueblos enteros a la esclavitud colonial.

Ahora, ha entrado nuevamente, como en otros períodos de su historia, en el camino de buscar la solución de sus problemas mediante las armas, llevando el sufrimiento y la muerte a millones de personas. Quiere imponer el horror de un estado de guerra universal, sin límites de espacio ni tiempo.

Pero simultáneamente, también está levantando una formidable ola de oposición y protesta de las masas trabajadoras y populares del mundo.

Es quizás un órgano del imperialismo quien mejor describe esta situación. El principal diario de EE.UU., The New York Times, era hasta hace poco un gran propagandista de la guerra contra Irak (y también, de paso, de masacrar al pueblo palestino). Pero ahora ha comenzado a vacilar. Ha debido reconocer que hay “un nuevo poder en las calles”:

“La fractura de la alianza occidental en relación a Irak y las gigantescas movilizaciones alrededor del mundo, nos hacen recordar que en el planeta hay dos superpoderes: Estados Unidos y la opinión pública mundial.

“En su campaña para desarmar a Irak, mediante la guerra si fuese necesario, el presidente Bush aparece frente a frente ante un nuevo y tenaz adversario: millones de personas que desbordaron las calles de Nueva York y decenas de millones en otras ciudades del mundo para decir que están contra la guerra...” (A New Power in the Streets [Un Nuevo Poder en las Calles], New York Times, 17/02/03, subrayado nuestro)

Es importante tomar nota de lo que nos dice este lúcido analista desde el propio riñón del imperialismo.

Las pantallas de TV y las páginas de los diarios se llenan con las noticias de la carrera de Bush hacia la guerra y del forcejeo interimperialista en los pasillos de la ONU. Se puede, entonces, perder de vista que la otra superpotencia que se levanta frente al imperialismo yanqui no son ni Francia, ni Alemania ni Rusia, ni China sino las masas... por supuesto, en la medida que se movilizan.

Por eso, además, ni el imperialismo de Bush ni otro en la historia es “topoderoso”, como se nos quiere vender desde diversos mostradores. Y menos en este principio de siglo.

Tiene una ferretería impresionante, que por supuesto no es de menospreciar. Pero el problema que decide todo es político. Es la cuestión de qué pasa con las masas trabajadoras y populares, en primer lugar las del mismo país imperialista. Si el imperialismo las gana y fanatiza para sus planes de agresión o no. Ningún Estado imperialista ha podido librar una guerra importante sin un mínimo de condiciones políticas. Esta es una norma histórica que se ha cumplido siempre.

Los bandidos imperialistas alemanes y franceses pudieron desatar la Primera Guerra Mundial, porque durante medio siglo de “paz” habían logrado meter en la cabeza de sus pueblos el fanatismo patriotero. Y porque quienes tenían el deber y la posibilidad de combatir eso, la mayoría de los dirigentes de la socialdemocracia, capitularon cobardemente.

La eficacia de los ejércitos de Hitler y el desastre de los de Mussolini en la Segunda Guerra, no se debió a que los alemanes eran valientes y los italianos temerosos. Eso es lo que cuentan las películas de guerra del cine-basura de Hollywood. La verdad fue otra. Lamentablemente, gran parte del pueblo alemán había sido ganado políticamente por Hitler, gracias en primer lugar a la doble deserción del stalinismo y la socialdemocracia, que se fugaron sin organizar la unidad de los trabajadores para luchar contra el nazismo. Por el contrario, gran parte del pueblo italiano estaba contra la guerra imperialista. Por eso en 1943 los obreros hicieron un gran levantamiento revolucionario en Milán y otras ciudades, y luego durante dos años combatieron contra los ocupantes alemanes y los fascistas. Miles y miles cayeron heroicamente en esa lucha.

Esta norma histórica se verificó nuevamente en Vietnam, donde el imperialismo yanqui tenía también una abrumadora superioridad técnica.

Para decirlo estilo Gramsci: el imperialismo necesita un cierto grado de consenso para hacer la guerra. Y el grado de consenso requerido suele ser mucho mayor que para otras operaciones políticas.

El hecho es que en nuestra época esas condiciones no son de lo mejor. Si algo caracteriza la relación actual de las masas con los sistemas políticos, incluso en los mismos países centrales, no es precisamente el fervor por los gobernantes, ni la fe en sus discursos. ¡Imperialismos eran los de antes! ¡La gente creía!

Fue necesario el desastre del atentado a la Torres, para que Bush pudiera ganar el consenso político suficiente como para intentar el giro “superimperialista”. Pero eso va en descenso. Ese capital político se ha ido gastando sin ser repuesto, aunque es aún importante. Por eso Bush no quiere dar largas al asunto... Necesita urgentemente una blitzkrieg, una guerra rápida que resuelva la cosa en horas... o en días... Un hecho consumado... Si no logra eso...

Asimismo, otra parte esencial de la formación de consenso ha sido siempre la percepción del enemigo que el imperialismo haya podido plantar en el imaginario de las masas. Y con Irak no ha debido esforzarse. Saddam Hussein parece una figura hecha a propósito... un dictador que cometió los peores crímenes... claro que al servicio de Estados Unidos... pero a ese detalle no se lo recuerda...

¿Pero qué pasará mañana si el enemigo propuesto no es un personaje siniestro sino, por ejemplo, una gran revolución obrera y popular latinoamericana, una revolución superdemocrática por basarse en la libre autodeterminación de las masas? ¿No atraería casi naturalmente, como un imán, las simpatías de los trabajadores y la juventud estudiantil de EE.UU. y de los pueblos del mundo? Este es otro posible parámetro que no tienen en cuenta los que dibujan a un imperialismo omnipotente, que no cabe desafiar sino acomodarse a él.

Para terminar la evaluación de los imperialismos de este siglo y sus antecesores, digamos que se verifica también aquí un desarrollo desigual. Por un lado, son inmensamente superiores en la técnica —la de las armas en primer lugar— y han desarrollado mecanismos más “refinados” de explotación del trabajo, y de tratamiento de las crisis y su descarga sobre la mayoría de la humanidad que padece fuera de sus Estados. Pero, por el otro lado, su fuerza política, medida por el consenso y adhesión de sus masas trabajadoras y populares, hoy es sensiblemente menor que en el pasado. Esta decadencia política se refleja hasta en la estatura de sus líderes. ¡De Franklin Roosevelt a George Bush, del general De Gaulle a Jacques Chirac, de Wiston Churchill a Tony Blair...!
El gran dificultad de estos inicios del siglo XXI no es principalmente la fuerza política del imperialismo, sino nuestros propios problemas: las debilidades y limitaciones políticas, programáticas y de dirección de las luchas y los movimientos sociales que sin embargo, afortunadamente, despuntan por todas partes.

Publicado en Socialismo o Barbarie (revista) Nº 13, noviembre 2002