7 de octubre de 2023

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JUICIO A FUJIMORI Y LA DEMOCRACIA CORROMPIDA EN PERU

Por: Santiago La Chira (especial para el Diario Internacional).

20 de mayo de 2009

Fujimori ha sido condenado a 25 años de cárcel, pero muchas de esas voces que hoy lo acusan y se rasgan las vestiduras corresponden a quienes lo apoyaron, y apoyan aún (de manera abierta o en secreto). La lista es grande para nombrar a todas personas y grupos políticos que en su momento se sometieron con placer al gobierno criminal que estableció Fujimori y Montesinos. La lista la encabezan los partidos oficiales de derecha e izquierda. El APRA de Alan García y Mantilla, la izquierda legal de Herny Pease, de Javier Canseco, de Alberto Moreno, de Gloria Helfer, de Jorge del Prado, y de todos esos políticos del plato de lentejas. Los “senderólogos”, historiadores como Pablo Macera, periódicos, televisión, revistas, y toda suerte de mercenario convertido en hombre de letras, intelectual y periodista. Mismo las Organizaciones no Gubernamentales (ONG), la iglesia católica, curas, obispos y hasta el cardenal se pusieron a la cola de ese presidente criminal sostenidos por la CIA americana.

Deconstrucción de un suceso judicial y político

1. El orden demoburgués imperante usa todos sus recursos a mano para, cuando se hace necesario, legitimar su orden viejo, injusto y opresivo. Es lo que, por ejemplo viene aconteciendo en la escena política de un país tan a mal traer como el Perú, con el reciente juicio y sentencia a 25 años de prisión contra el ex presidente, de ascendencia nipona, Alberto Fujimori. Se trata de una sentencia condenatoria, en el cargo de autoría mediata, correspondiente a los crímenes de Barrios Altos y la universidad La Cantuta, además de los secuestros del periodista Gustavo Gorriti y el empresario Samuel Dyer. De esta manera, y luego de casi un año y medio, los jueces César San Martín, Víctor Saldarriaga y Hugo Príncipe, de la Sala Penal Especial conformada para juzgar a Fujimori, concluyeron un juicio que, en verdad, debido a los crímenes y escándalos que caracterizaron el fujimorato (1990-2000), así como por los testimonios que fueron sucediéndose a lo largo del juicio, era prácticamente una sentencia anunciada.

De lo que se trata, a la hora de evaluar dicho proceso y sus resultados finales, no es de negar los elementos positivos que existen en todo ello, sino de poner las cosas en su lugar exacto. Es una sanción penal para quien fuera la máxima autoridad política de aquel régimen que duró 10 años, y quien, como se sabe, nombró y cubrió de sombras al otro hombre clave de aquel gobierno, Vladimiro Montesinos, así como amnistió en 1995 a los miembros del destacamento militar formado en secreto: el llamado “Grupo Colina” (perpetradores de los crímenes antes referidos, entre varios otros más). Fujimori no sólo ha reafirmado de varias maneras y en reiteradas oportunidades que durante su mandato él fue jefe supremo de las Fuerzas Armadas en el Perú, y que nada se hacia sin su anuencia. Si a ello sumamos su literal convivencia con Montesinos y los “Colina” en el edifico del Comando Conjunto, resultaba bien difícil imaginar un escenario judicial donde el ex presidente peruano saliera libre de polvo y paja. Más bien, y sobre la base de lo anterior, declararlo como principal responsable político de los hechos que se le imputa (además de otros relacionados con la escandalosa corrupción durante su mandato, que es el juicio que se le viene a continuación) es apenas parte de la condena que tiene bien merecida. En verdad, para alguien cínico y que en ningún momento ha mostrado arrepentimiento ante los crímenes de los que estuvo plagado su gobierno, la pena de 25 años es aun la mínima.

Fujimori ha demostrado en un sinfín de oportunidades ser un político taimado (se recomienda leer el artículo “Fujimori: no hay crimen sin castigo”, de Vicky Peláez, publicado en El diario internacional el 20 de abril de 2009), desde cuando era prácticamente un desconocido como candidato a la presidencia del país en 1990 –que ganó al novelista y contendiente Mario Vargas Llosa-, hasta que pasó a convertirse en alguien que concentró en sí mismo todos los poderes de decisión política del Estado peruano. Esto ocurrió con el recordado autogolpe de 1992, cuando cerró el Parlamento y promulgó una nueva Constitución a su medida, incluyendo precisas normas para las futuras reelecciones que pensaba usufructuar durante un período que fue más breve que sus sueños.

Fujimori engatusó tempranamente al pueblo peruano que votó por su candidatura, pues haciendo uso de su imagen de “chinito” se pintó políticamente como alguien más del pueblo, que cuidaría los intereses de la mayoría contra la vieja casta política y económica responsable de sus padecimientos. Sin embargo, al asumir la presidencia, todo ese discurso harto conocido en la escena peruana se vino abajo; porque su gobierno fue implementando una a una las políticas económicas ultra liberales que estaban en el programa de la derecha, representada por la alianza entre el movimiento “Libertad” (nacido al calor de la anunciada nacionalización de la banca: populista medida que nunca llevó a cabo el primer gobierno aprista) liderado por Vargas Llosa, y el Fredemo (frente de viejos partidos como Acción Popular y el Partido Popular Cristiano, conocidos representantes políticos del poder económico en el Perú).

Con Fujimori se puso en práctica, entre otras medidas, la acelerada privatización de las empresas públicas en el Perú, además de una política que abolía los principales derechos laborales consagrados en años anteriores. Asimismo, la educación pública tuvo récords de presupuestos ínfimos, tanto en colegios como centros superiores, potenciándose en cambio el conocido circo a través de unos medios de comunicación (televisión, radio, prensa) comprados por el régimen, y cuyas estrellas mediáticas –como, por ejemplo, la patética “abogada de los pobres”, Laura Bozzo– sólo servían para atontar a las mayorías, brindando informaciones y programas truculentos, superficiales y por fin embrutecedores por donde se les viera. Es sabido que los regímenes más autoritarios propenden a limar o anular la capacidad critica de las masas para, de este modo, dominarlas mejor. Es la vieja escuela romana, aunque en el Perú haya habido usualmente más circo que pan.

2. Pero el fujimorato, después del mencionado autogolpe de 1992, tenía más sorpresas para el pueblo peruano; pues la extremada persecución contra sus dirigentes sociales más connotados no se hizo esperar, ni las leyes que criminalizaban la protesta y la disidencia en el país. De este modo con una sistemática represión policial y militar, se descabezó el movimiento social, buscando someterlo sin chistar a los designios del poder.

En esta historia, la alianza entre Fujimori y Montesinos daría otros negros frutos, uno de los cuales fue el citado “Grupo Colina”: un escuadrón militar conformado en la sombra y que tenía como principal finalidad ejecutar el trabajo más sucio de “eliminación” de ciertos objetivos políticos y militares. La militarización del Estado, principalmente a raíz de su lucha contra la guerrilla maoísta del Partido Comunista del Perú “Sendero Luminoso” –que fue extendiendo su presencia e influencia a lo largo del país desde 1980-, intensificó una serie de prácticas en la historia política peruana como desapariciones, juicios sumarios, tribunales sin rostro, entre otras características inéditas hasta entonces o, cuando menos, que se multiplicaron sin ambages durante los años 90.

Al mismo tiempo, al amparo de decretos y una serie de chantajes y prebendas, se sometió (sin demasiado esfuerzo, la verdad sea dicha) a diversas personalidades vinculadas a la empresa privada, los medios de comunicación, la Iglesia católica y las fuerzas Armadas y Policiales, a la voluntad de Fujmori y Montesinos, quienes fueron diseñando así una suerte de panóptico nativo a gran escala donde ellos eran apenas la testa visible del iceberg del poder real en el país.

Tal tejido fue hallando, sin embargo, cierto voluntario clientelismo entre la propia población, en tanto hubo sectores beneficiados con las migajas del poder económico, o se propició una base social que dura hasta el día de hoy (el porcentaje de los seguidores de Fujimori, encarnado principalmente en la campaña de su hija Keiko, llega casi al tercio de la población, en un país de mayorías pobres embaucadas por sucesivos gobiernos y que cada vez descreen más del juego electoral). De ahí también que la despiadada política antisubversiva del fujimorato tuviese visos de impunidad, contando con la aprobación de sectores mayoritarios de la institucionalidad política, militar y económica, ya sea desde la derecha o aun desde la izquierda legal (cuya credibilidad política se fue haciendo añicos, al mismo tiempo que se desplegaba la lucha armada del PCP “Sendero Luminoso” en todo el Perú).

En ese camino se secuestró, desapareció, torturó y agravió de muchos modos a un sinfín de víctimas, de las cuales hoy en día son un emblema relevante las familias y sobrevivientes de las 15 personas asesinadas -a quienes se sindicó arbitrariamente como “senderistas”- en una fiesta vecinal del centro de Lima, en Barrios Altos: noviembre de 1991, y del secuestro y asesinato de los 9 universitarios y un profesor de la Universidad Nacional “La Cantuta”: alma mater del magisterio en el Perú, que ya estaba intervenida y cercada por el Ejército. Se criminalizó, como queda dicho, toda voz crítica y opositora, y se dieron leyes draconianas como la de “apología del terrorismo” para amedrentar y acallar cualquier protesta que hiciera zozobrar la carcomida nave del Estado.

3. Sin embargo, el fujimorato no sólo fue obra de la voluntad de unos pocos hombres y mujeres –empezando, claro por Fujimori y Montesinos-. Como se sabe, fue la suma de una serie de poderosas voluntades que conformaron un cogollo difícil de romper, y que tenía como principal objetivo el sometimiento del país en favor de intereses minoritarios, como siempre de espaldas a las necesidades más urgentes y postergadas de las masas peruanas. De ahí que el juicio a su cabeza más visible no puede hacer olvidar dichas complicidades, ni que lo que debe ser juzgado no es tanto ni sólo un gobierno, ni un cobarde ex presidente que huyó a Japón y cambió de pasaporte cuando se le quemaba el pastel, sino el Estado peruano mismo, sus representantes visibles e invisibles.

Las voces de políticos e intelectuales de diversas tiendas acusan a Fujimori de “dictador” (lo era), de “asesino” (lo es), y de haber pateado el tablero de las reglas constitucionales. Pero muchas de esas voces que hoy lo acusan y se rasgan las vestiduras corresponden a quienes lo apoyaron, y apoyan aún (de manera abierta o en secreto: ese dulce limeño de la voz baja), su llamada “política de pacificación”. Como han precisado no sólo los jueces sino los propios fiscales, a Fujimori no se le ha juzgado por esta política de combate al enemigo “terrorista”–vale decir a la guerrilla del PCP-SL, principal amenaza para el Estado peruano durante aquellos años-, sino por la llamada “guerra sucia” que se potenció de manera paralela y no tan soterrada -con conocimiento y cobertura presidencial- junto a las medidas más visibles para el combate contra los grupos insurgentes.

Y es que el juicio a Fujimori y compañía no se hace para fundar un nuevo país, un nuevo orden de cosas. No se cuestiona su labor al frente del Estado para acabar con “la subversión terrorista”. Sino que se le critica sus métodos grotescos, visiblemente asesinos. En realidad, no se le perdona haber salpicado con la sangre de sus víctimas políticas (y haber hecho visible en demasía esa sangre) las cortinas y alfombras del colonial Palacio de Gobierno y alrededores. De ahí que uno de los argumentos de la celebrada sentencia es que los victimados en Barrios Altos y La Cantuta no fueron “terroristas” (reiterando este término, además, a falta de aparecer otro más objetivo como “maoístas” o “comunistas”, demonizando, y simplificando mediante el lenguaje, la guerrilla de los 80-90). ¿Y si lo hubieran sido? ¿Si esas víctimas hubiesen militado en la insurgencia armada se justificaba la cobarde masacre de los “Colina”, al amparo de la noche y la impunidad que les daba la cobertura del Estado en aquel entonces? Es la pregunta que viene inmediatamente a la mente. ¿Se hubiera justificado, entonces, la llamada guerra sucia del régimen? No está probado. ¿No lo está? ¿Pero cuándo en el Perú las élites y sus esbirros han podido hacer una guerra que no fuese sucia, ya sea dentro o fuera del territorio nacional? Y no nos referimos sólo al aspecto militar, sino al plano ético además.

Los juicios a Fujimori que hoy le hacen la burguesía y adláteres en el Perú, por eso, además de su pertinencia tienen también el carácter de una puesta en escena para legitimar el actual orden político, para lavarle la cara y hacer pensar a las mayorías que quienes rigen los destinos del Estado a partir del año 2000 son demócratas de verdad, porque ya se ha castigado al mal, al que rompió el juego (Sic) legal. Es decir que de ahora en adelante debe ararse conjuntamente por aquello que es el principal cometido de la institucional “Comisión de la Verdad y Reconciliación” (CVR) -fundada durante el régimen de transición de Valentín Paniagua-: la “reconciliación” de los peruanos con el orden constitucional, pasada ya la cruenta guerra de los años 80-90 (una guerra, por cierto, pretendidamente inaugurada por “los terroristas de Sendero Luminoso”, porque el Perú, se dice, es tradicionalmente un pueblo pacífico como cuenta la historia-oficial); es decir, con el Estado, con sus emblemas, sus héroes oficiales, sus banderas y escarapelas cada vez más raídas.

No se está juzgando a Fujimori por haber usado lar armas del aparato represivo a su alcance, ni por haber sofocado a sangre y fuego un proceso incuestionablemente revolucionario como el que, con sus aciertos y falencias, desencadenó y condujo el PCP-SL desde los 1980, ni por haber combatido en todos los frentes dicha insurgencia. Se le está juzgando por dejar fuera de ese proceso político a las instituciones del otrora sistema constitucional, y haber hecho de su gobierno un coto cerrado de espaldas a los viejos partidos. Y, además, por haber hecho evidente como pocos la corrupción de un orden social que ya estaba bastante corrompido. El agente-asesor y también videasta Vladimiro Montesinos le hizo, en medio de todo, un favor a la historia de la infamia en el Perú al filmar todos sus sobornos y chantajes realizados a diversas personalidades y autoridades peruanas en la tristemente célebre salita del Servicio de Inteligencia Nacional (SIN). De este modo legó para la posteridad no sólo sus mejores armas para silenciar a quienes quieran atacarlo (empezando por su propio ex socio Fujimori, claro), sino las mejores pruebas de para qué sirve este Estado que hoy se empeña en reconstituirse y religitimarse ante los ojos acusadores de las mayorías del Perú y del mundo.

Es sabido que sin dicha legitimación, el saqueo de las riquezas nacionales no se puede hacer en paz (y esta es la otra “pacificación” de la que ahora no se habla, que se contrapone como dos caras de una misma gastada moneda a la cuestionada “pacificación” militar del fujimorato). Y en sintonía con ello, los reflejos de viejo político en el actual presidente peruano, Alan García, se pusieron muy activos cuando replicó la acusación de Fujimori, dicha en su alegato final, de que él también tenía deudas con la justicia (recordándole la matanza de los penales en 1987). García respondió públicamente que durante su primer gobierno (1985-1990) él no había quebrado el orden constitucional. No importa ser un asesino desde el Estado, ni ser un probado presidente corrupto, sino que ello se haga con el orden constitucional en mano. Es decir, que no se note tanto. Que no se borre del todo la imagen de legitimidad que han tenido y siguen teniendo quienes detentan el poder en el Perú, para ejecutar sus esquilmes varios al mismo tiempo que su represión contra aquellos que los denuncien y combatan.

4. Las élites peruanas (que de tal suelen tener todo menos un horizonte mental de verdad modernizante y emancipado, ni en términos grupales ni menos aún de nación) son feudalmente pragmáticas. Es decir, que debido a una mentalidad que piensa más en el extranjero que en el enriquecimiento nacional, persiguen lo que antes les servía, cuando la correlación de fuerzas cambia. Es lo que se está haciendo ahora con las cabezas visibles del fujimorato. Es también lo que sucede, guardando las distancias, y lo que se hará en Estados Unidos con el ex presidente Bush y su cohorte. ¿Acaso Obama no es un ineludible remozamiento político para continuar con el grueso de la política imperialista norteamericana? ¿O habría que creer inocentemente que por ser negro ya defiende los intereses de las mayorías empobrecidas del mundo? El poder en ningún lugar se rige por la cara ni la piel de sus gobernantes, sino por los grandes intereses que lo sustentan y dan forma. ¿Acaso esta gran potencia, que siempre se ha jactado de ser la mayor encarnación de la democracia, no es la matriz de donde han salido tantos cuadros políticos que, cuando le dan la espalda, combate en tanto “fundamentalistas”, “terroristas”, “asesinos”, como Hussein, Osama Bin Laden, Milosevic, y tantos otros cachorros rebeldes, faltosos, del imperio yanqui?

El juego retórico entre “dictadura” y “democracia” es tan solo eso: un juego de palabras. Porque como bien explicaron Marx y Lenin, todo Estado es la dictadura de una clase, mientras existan diferentes clases que contienden entre sí por alcanzar el poder. La actual democracia que en el Perú se viste de tribunal de justicia, de comisión de la verdad, y que ahora también, de la mano del Estado alemán y su donación monetaria (que, entre otras cosas, sirve para disimular unas políticas de inmigración bastante cuestionables de esta nación, las que en la práctica alimentan discursos xenófobos, como sucede con otras democracias occidentales), batalla por edificar un “Museo de la Memoria”, en el fondo manipula el auténtico dolor de las víctimas de todos estos años, para hacer posible que el poder real se reproduzca de mejor manera en el país: es decir, que vuelva a hacerse invisible.

5. No hay que dudar a priori, sin embargo, de todos los que dicen anhelar una actual sociedad en paz, un país y un mundo libre de explotación y castigo sin guerras. Pero tampoco hay que callar ante la evidencia que los Estados y sus representantes –oficiales u oficiosos, ya sean intelectuales, empresarios, militares o políticos- buscan que nada ni nadie altere el orden que permite la rapiña ejercida cotidianamente por las minorías sobre las mayorías, y que en este sentido la guerra no concluye hasta que la situación se invierta y prevalezcan en realidad los intereses populares. Ampliemos esto último.

La lucha armada que definió el escenario del Perú durante los 80-90 hizo evidente que el Estado bullía en contradicciones, y que su alejamiento de las necesidades más urgentes del pueblo era y es real, y que, como decían entonces los maoístas, resultaba por eso un tigre de papel: vulnerable por inflamable. De ahí que los militares y políticos más lúcidos de aquellos años cayesen en la cuenta que la solución no podía ser exclusiva ni principalmente militar, sino que –como se repite hoy respecto de los confusos acontecimientos en el valle amazónico del río Apurímac y Ene (VRAE)- debía ganarse a la población, con programas sociales efectivos que combatan la secular miseria de aquellos que sin otro camino por tomar se plegaban naturalmente a la insurgencia armada. Es decir, esa guerra, desde siempre satanizada por los medios de comunicación al servicio del orden demoburgués como “terrorista”, puso en evidencia que la mayoría del país no cree en las viejas instituciones y que un fantasma recorre sus cuatro puntos cardinales: el fantasma de los cambios profundos y radicales, el fantasma del socialismo. Por falta de trabajo y mayor conciencia políticos, muchas veces dicho anhelo se ha desviado hacia opciones populistas que, como el fujimorato y tantas otras más, acabaron traicionando los objetivos que agitaban en millonarias campañas electorales.

La guerra del PCP-SL se cayó por la represión efectiva que ejerció el Estado peruano, sobre todo desde 1990, pero también por las propias falencias y problemas principalmente ideológico-políticos de los maoístas alzados en armas. Su principal cuchillo fue Gonzalo y sus pretensiones de caudillo eterno mitológico. Sin embargo, equiparar la “guerra sucia” a la “guerra popular”, y poner en una misma orilla a los militares y sus viejas instituciones del Estado peruano con quienes llevaron con honestidad y consecuencia la guerra de guerrillas durante los años 80-90 es desordenar la historia, y una vez más sembrar confusión en la conciencia de las mayorías sobre cuáles caminos conducen al cambio verdadero y cuáles son mera cortina de humo o simple y llanamente represión. Es lo que, por ejemplo, hace la CVR al responsabilizar a “los terroristas” (léase los guerrilleros) de un mayor número de muertos que las fuerzas armadas; como si eso pudiera creerse con un mínimo de sentido común, al compararse no sólo la cantidad de efectivos disponibles sino la capacidad de fuego y destrucción entre unos y otros, dentro de una estrategia represiva militarista de “tierra arrasada” puesta en práctica desde la entrada de las Fuerzas Armadas en la guerra interna, durante el segundo gobierno de Fernando Belaunde (1982). De lo que se trata en el fondo es de demonizar toda posible insurgencia y beatificar el actual orden constitucional.

QUE NO QUEPA DUDA.

Finalmente, se dice ahora que este juicio a Fujimori es un hecho histórico. ¿Por haber sentenciado a alguien que no podía exculpársele? Al respecto, incluso diversos analistas, políticos y periodistas han llegado a decir exultantes que este fallo penal marca una nueva etapa en el usualmente corrupto Poder Judicial peruano. Que determina algo como un antes y un después. ¿Puede tomarse ello con seriedad, cuando el mismísimo actual presidente del Poder Judicial, Javier Villa Stein (a quien se le ha vinculado con el fujimorato), en una entrevista reciente y ante la pregunta de “¿Se le debe abrir juicio al presidente [Alan García] por el caso El Frontón”, juega a ignorante –en verdad, es un cínico- y responde muy orondo: “No conozco bien esa materia, prefiero no opinar, salvo decir que el Poder Judicial no puede ser un instrumento de persecución política. No todos los latrocinios se tienen que imputar al presidente de la República” (En “Este es un magnífico gobierno, pero no soy aprista”. Entrevista de Mariella Balbi en El Comercio, 03 de mayo de 2009: a2). Se trata de una prueba más de que la impunidad no se ha divorciado del sistema judicial en el Perú, y otro argumento a lo que aquí venimos diciendo en torno al caso Fujimori. No. Sólo el día que el Estado peruano y sus probados representantes sean sentenciados por un juicio y tribunal populares, el día que se fusilen a los responsables de crímenes de lesa humanidad, el día que en países como el Perú la real justicia se imponga sobre el oprobio de la rapiña que sin pausa ejecutan las minorías económicas y políticas, ese día será un triunfo histórico de las masas. Ese día será un nuevo tiempo en el Perú.

Mientras tanto, es urgente que procesos inevitables como este juicio y esta sentencia, llevados a cabo por el orden demoburgués imperante para remozarse ante los miles de ojos acusadores, sirvan para que las perversidades del Estado se hagan más evidentes, y para que de este modo se agite y consolide una conciencia política de nuevo tipo en las mayorías, que sólo levantándose como ya hacen en los paros regionales y sociales han de lograr más victorias en la larga marcha contra el viejo Estado, por una nación justa, auténticamente democrática y progresista, e inserta en las olas de mayor potencial revolucionario en la escena internacional contemporánea. Otro camino no hay. A menos que se quiera repetir la historia, y sentar en el banquillo (o teatro) de los acusados a otros efímeros gobernantes cada cierto número de años. A estas alturas, por lo demás, es dable preguntarse cuáles fechorías estarán cometiendo autoridades políticas, banqueros, ejecutivos y toda esa red del poder en el Perú, con nacionales y extranjeros pactando soterradamente, mientras se celebra la sentencia contra Fujimori, y se reivindica al Estado peruano y su democracia de pacotilla. Por ejemplo, qué estará pasando con la venta generosa de los recursos energéticos peruanos, como bien mostró no hace mucho el escándalo mediático a raíz de los “petroaudios”; lo que se desenfocó a partir de la recta final del juicio al ex presidente peruano. Y es que la justicia no se ve ni se aplaude ni se gana por TV. La justicia, como entre tantos otros en la historia y ahora han demostrado hasta el hartazgo los familiares de Barrios Altos y La Cantuta, se consigue en las diarias batallas, con el irrenunciable coraje que da la deuda de sangre inmarcesible que este podrido orden peruano y mundial tiene desde hace siglos con las masas más agraviadas y empobrecidas.