7 de octubre de 2023

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FUJIMORI: NO HAY CRIMEN SIN CASTIGO

Por: Vicky Peláez .

20 de abril de 2009

Se puede ver parte de la verdad y no reconocerla, pero es imposible contemplar el mal y no reconocerlo. (Fedor Dostoyevsky).

Dicen que la justicia tarda pero siempre llega. Así, la espada de Damocles cayó finalmente sobre la cabeza de Alberto Kenya Fujimori Inamoto.

La Corte Suprema del Perú lo condenó a 25 años de cárcel por los delitos de homicidio en dos matanzas cometidas por su escuadrón de la muerte Colina y por el secuestro de un empresario y un periodista durante su presidencia entre 1990 y 2000. En aquella época Fujimori gobernó al Perú como si fuese su shogunato corrompiendo al Estado, sus instituciones y sus súbditos con tal cinismo y brutalidad que los preceptos de Machiavelli parecían juego de niños a su lado.

Para Fujimori, el poder es su ideología, su amigo, su amante y su pasión. Decía Dostoyevsky que “si el diablo no existe y es simplemente la creación del hombre, entonces el hombre lo ha creado en su semejanza y gusto”. Aquel diablo del ingeniero Fujimori hizo pelear a sus colegas y rompió la unidad de los docentes en la Universidad Nacional Agraria La Molina donde enseñaba, y así pudo llegar al rectorado. Pero no era suficiente, siguiendo sus tácticas logró ser nombrado presidente de la Comisión Nacional de Rectores de las Universidades sin tener el título de doctor (Ph.D.), requisito obligatorio.

Su ansia del poder lo hizo juntarse con el abogado de narcotraficantes Vladimiro Montesinos, ex capitán del ejército, agente de la CIA y de todos los servicios de espionaje a quien pudiera vender información sobre Perú. Los dos crearon el movimiento Cambio 90 consiguiendo “misteriosamente” dinero, y así con falsas promesas populistas sedujeron al pueblo peruano que eligió a Fujimori como su presidente.

Durante aquellos 10 años, olvidó promesas y aplicó una despiadada política neoliberal siguiendo al pie de la letra las recetas del Consenso de Washington. Desmanteló todas las estructuras económicas del Estado, y vendió barato la riqueza nacional a las corporaciones trasnacionales pero robó no menos de dos mil millones de dólares, según expertos. Con el dinero de las privatizaciones corrompió hasta a sus propios hijos. Los que resistieron sus embestidas fueron presionados, silenciados, secuestrados, torturados o eliminados por sus escuadrones que no tuvieron piedad ni de ancianos ni niños. Inclusive, ordenó torturar a su esposa Susana Higushi porque acusó a sus hermanos de robar donaciones.

A sangre y fuego eliminó al Sendero Luminoso y se convirtió en el mimado de turno de los Estados Unidos encantado de recibir casi gratis, los abundantes recursos naturales del país. Por eso el Gran Patrón lo llamó “el salvador del Perú”.

En su supuesta lucha contra la pobreza, que de paso aumentó en su presidencia a un 60 por ciento, hizo esterilizar a base de engaños a más de 200,000 mujeres en la sierra peruana. Se decía “Yo soy el Chinochet”, pero un día al verse descubierto, huyó del país y renunció por fax a la presidencia desde Japón. Su ansia de poder le hizo regresar un día y entonces encontró su destino. Los documentos desclasificados de su Gran Patrón, fue prueba contundente de ser el cerebro de las matanzas, y así fue condenado.