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ATROCIDADES Y GENOCIDIOS APRISTAS

ALAN GARCIA PEREZ DEBE SER JUZGADO POR CRIMENES DE GUERRA

Por: Oscar vilca.

27 de febrero de 2009

Alan García reclama tener experiencia de gobierno. Recapitulemos en que consistió esta en dos temas claves de preocupación de esta revista: derechos humanos y lucha contra la subversión.

Alan García 1985-2000: barbarie y fracaso

El 28 de julio de 1985 el flamante presidente Alan García en su discurso inaugural, refiriéndose al problema de la violencia política en el país sostuvo enfáticamente que su gobierno no combatiría la barbarie con la barbarie. Insurgía así contra una política antisubversiva condenada desde diferentes sectores por su permanente recurso a prácticas ilegales y violatorias de los derechos humanos y que había sido uno de los factores para que un fenómeno marginal y aislado en sus inicios, empezara a extenderse por el país.

Accomarca y Pucayacu

A los quince días de instalado el nuevo gobierno, el 14 de agosto de 1985, como respuesta a una serie de emboscadas senderistas, se pone en práctica la "Operación Huancayoc". Así, un contingente del Ejército comandado por el sub?teniente Telmo Hurtado, atacó la aldea de Accomarca en el departamento de Ayacucho.. 69 campesinos murieron durante el ataque, incluyendo algunas mujeres y niños. Antes, el 7 de agosto, cinco hombres y dos mujeres que habían sido detenidos en un operativo militar fueron llevados a la zona de Pucayacu en un camión del Ejército por un contingente al mando del teniente De la Cruz Salcedo. Los detenidos fueron asesinados con disparos en la nuca. Más tarde se pudo establecer que hablan actuado por órdenes del teniente coronel David Lama Romero, jefe político?militar de Huanta.

La reacción presidencial frente a los sucesos de Pucayacu y Accomarca fue rápida y enérgica. El 15 de septiembre, el Presidente le pidió la renuncia al Jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, César Enrico Praelli, después que él negara públicamente estos sucesos y los atribuyera al oportunismo de los políticos. El presidente ordenó, asimismo, que el Comando Conjunto compareciera ante la Comisión de Derechos Humanos del Senado. El 17 de septiembre, se presentaron los generales Sinesio Jarama Dávila, comandante de la Zona de Seguridad del Centro y Wilfredo Morí Orlo, jefe político?militar de la Zona de Emergencia de Ayacucho. Sus testimonios fueron evaluados como insuficientes y no ofrecieron respuesta sobre los hallazgos. Esa misma noche, el gobierno anuncio el cambio del general Jarama a otro puesto y el pase a retiro de Mori.

A fines de septiembre, la Comisión de Derechos Humanos del Senado, presidida por Javier Valle Riestra, viajó a la zona de la masacre y entrevistaron al sub?teniente Hurtado quien se mostró desafiante en sus respuestas, llegando incluso a justificar el crimen "en defensa de Los políticos y de la democracia". Luego de un trabajo bastante sostenido y rápido la Comisión evacuó su informe. En el de mayoría, se defendía la tesis de que los crímenes cometidos debían ser sometidos a la jurisdicción ordinaria y no a la de los tribunales militares, pero ignorando las recomendaciones de la Comisión, el Senado decidió por mayoría terminar con las investigaciones y pasar los expedientes al fuero militar para que fueran juzgados. Como consecuencia de ello el senador Valle Riestra renunció a la presidencia de la Comisión. Los responsables de los hechos terminarían luego básicamente impunes.

La Comisión de Paz

Alan García formo una Comisión de Paz. Sus integrantes fueron monseñor Augusto Beuzeville; Fernando Cabieses, médico vinculado al Partido AprIsta; Diego García Sayán. secretario ejecutivo de la Comisión Andina de Juristas: César Rodríguez Rabanal, psicólogo y Alberto Giesecke, conocido científico. Presidió inicialmente la Comisión el abogado Mario Suárez Castañeda, antiguo militante aprista.

La Comisión trabajó recopilando información y documentación sobre problemas relacionados con los derechos humanos y en la formulación de una política alternativa frente al problema de la violencia. Un primer acuerdo de la Comisión de Paz fue someter a consideración del Presidente, una serie de recomendaciones, las que si bien no fueron explícitamente rechazadas por el gobierno, tampoco fueron tomadas en cuenta. Ante estos problemas y la falta de apoyo claro del Presidente, los miembros de la Comisión de Paz renunciaron de manera colectiva en enero de 1986. Con el fracaso de la Comisión de Paz se desperdició una gran oportunidad de una convocatoria amplia a la ciudadanía que planteara nuevos rumbos a la lucha contra la violencia y por los derechos humanos.

La matanza de los penales

El 17 de junio de 1986, Alan García en la cúspide de su popularidad recibía a delegaciones de todo el mundo que venían a participar, por primera vez en Lima, en un Congreso de la Internacional Socialista. Aprovechando esta circunstancia, presos senderistas de Lurigancho, El Frontón y Santa Bárbara tomaron rehenes, se apoderaron de sus pabellones y anunciaron su decisión de no rendirse, hasta obtener la plena satisfacción de sus demandas.

A las cuatro horas de haberse tomado al primer rehén, el Presidente García convocó una reunión del Consejo de Ministros en Palacio de Gobierno, en la que participaron los jefes de las instituciones militares. Allí se tomó la decisión de entregar al Comando Conjunto el control de los penales en procura de establecerla calma lo más rápido posible.

En la cárcel de mujeres la Guardia Republicana recuperó el control del penal relativamente rápido. Demolieron una pared y lanzaron gases lacrimógenos y paralizantes. En dos horas los rehenes fueron liberados quedando dos internas muertas.

Mientras tanto, en El Frontón, el viceministro del Interior Agustín Mantilla anunciaba que la isla se encontraba bajo el control del Comando Conjunto, afirmando que había sido declarada zona militar restringida. El director del penal, el juez y el fiscal dejaron finalmente sentada su protesta por la presencia de los marinos, a quienes negaron autorización para actuar dentro del penal, declarando que no se responsabilizaban por los resultados de esta intervención. Luego la marina atacó militarmente el Pabellón Azul usando armas de guerra y luego con la ayuda de un helicóptero echaron abajo las paredes. Murieron 3 miembros de las Fuerzas Armadas, uno de los rehenes y 135 prisioneros.

A Lurigancho llegó el escuadrón Llapan Atic de la Guardia Republicana que colocó explosivos alrededor de la pared exterior del Pabellón Industrial donde los senderistas tenían al rehén. A las tres de la mañana. después del ataque con fusiles y granadas, los senderistas se rindieron. Horas más tarde los 124 senderistas que ocupaban el edificio estaban muertos; habían sido asesinados, uno a uno, de un tiro en la nuca.

El escándalo nacional e internacional frente a este crimen múltiple fue enorme. El presidente García visitó tardíamente, el lugar de los sucesos y haciendo uso de su acostumbrada elocuencia, dijo que frente a éstos sólo cabían dos posibilidades: "o se van ellos (los autores del crimen) o me voy yo".

En los días o meses siguientes nada significativo se hizo por determinar lo sucedido y sancionar a los responsables. Sólo un año después se logró que empezara a actuar una Comisión Investigadora del Congreso y que se le encargara la presidencia al senador opositor Rolando Ames. La Comisión realizó un amplio, riguroso y severo proceso de investigación de lo sucedido, lo que permitió una reconstrucción de los hechos verdaderamente detallada y escrupulosa.

El Informe Ames -que quedó al final en ajustada minoría por las maniobras del APRA- encontró que hubo imprevisión en la actuación del gobierno, así como desgobierno en los penales, permitido por el entonces Ministro de Justicia, Luis Gonzáles Posada. Se demostró que la información proporcionada al país era distorsionada y dirigida a magnificar los hechos. Igualmente se probó que las autoridades gubernamentales ?principalmente a través de la actuación del viceministro Mantilla y los mandos militares- impidieron y limitaron ilegalmente la actuación de las autoridades judiciales y del Ministerio Público.

Encontró, asimismo, que el gobierno dio órdenes que trajeron como consecuencia un injustificable número de muertes. Ello, cuando el Presidente pidió debelar los motines en el plazo más breve y perentorio, sin existir ninguna razón que obligara a actuar con excesiva premura. Se estableció, por otro lado, que la fuerza militar utilizada en el ataque a los amotinados fue desproporcionada e innecesaria en relación al peligro realmente existente. Sólo en el caso de El Frontón los internos tenían tres armas de fuego fuego, en los otros dos penales carecían de ellas. En cambio las fuerzas encargadas de reducir a los internos utilizaron fusiles, ametralladoras, lanzacohetes, bazucas, cañones de 81 milímetros, explosivo plástico y dinamita.

El Informe confirmó que las fuerzas encargadas del debelamiento realizaron ejecuciones extrajudiciales. En Lurigancho se fusiló con un disparo en la nuca a un número superior a 90 internos ya rendidos. En el Frontón, la Marina voló el Pabellón Azul a sabiendas que en su interior se encontraban aún internos con vida.

Otro aspecto grave que consigna el Informe Ames, es que se pretendió encubrir los delitos realizados por las fuerzas del orden durante las acciones de debelamiento de los motines. El propio presidente García conoció inmediatamente el número de víctimas; sin embargo en lugar de ordenar en ese momento la investigación de esos hechos, felicitó al Comando Conjunto de la Fuerza Armada; asimismo prohibió el ingreso de los jueces y civiles, declarando ’zonas militares restringidas’ a los penales. La denuncia sobre lo sucedido, hecha luego de los sucesos por el Presidente se refirió exclusivamente al caso de Lurigancho, pese a que se conocían ya los hechos ocurridos en los otros penales.

El Informe Ames atribuía responsabilidades al Presidente y al Consejo de Ministros, a los oficiales encargados de las operaciones de debelamiento, al personal militar y policial que participó en ellas, al Fiscal de la Nación, César Elejalde, a las autoridades del Instituto Nacional Penitenciario (INPE), y al viceministro del Interior. El Informe propuso al Congreso se aplique el antejuicio constitucional a los ministros y a Alan García, al finalizar su mandato.

Sin embargo primó la impunidad. La Corte Suprema argumentó que por tratarse de hechos ocurridos en el marco de una zona militar restringida tenía que inhibirse de ver la causa y decidió su traslado a la jurisdicción militar. El caso de El Frontón fue sobreseído por uno de esos tribunales, al no encontrar responsabilidad alguna en lo sucedido. En el caso de Lurigancho sólo se encontró responsabilidad en dos oficiales subalternos de la Guardia Republicana, absolviéndose a los demás acusados. No sólo eso, sino que el Senado ascendería tiempo después al General José Rabanal Portilla, Jefe Militar encargado de debelar el motín de Lurigancho, al más alto rango del escalafón militar.

El círculo de impunidad se cierra en noviembre de 1990, ya durante el régimen de Fujimori, cuando la Cámara de Diputados con una precaria mayoría conformada por el APRA y el movimiento Cambio 90 obtuvo 80 votos contra y 75 a favor de la acusación constitucional contra Alan García. En el debate se hizo evidente que existía un acuerdo político para exculpar al ex-presidente. Según fuentes de prensa de la época una delegación del APRA encabezada por su secretario general, Luis Alva Castro, fue hasta en 3 oportunidades en Palacio de Gobierno y pasada la medianoche a reunirse con Fujimori.

A callar Cayara

El 13 de mayo de 1988, un contingente de Sendero Luminoso tendió una emboscada a un convoy militar de 20 efectivos en Erusco, provincia de Cangallo, Ayacucho. En el combate resultaron muertos cuatro senderistas, un capitán del Ejército y tres soldados. Al día siguiente el Ejército ingresó en Cayara, la localidad más cercana a Erusco. El contingente militar asesinó al primer habitante que encontró; luego llegó a la iglesia del poblado, donde encontró a cinco hombres que estaban desarmando tabladillo en donde se había celebrado una fiesta religiosa y los fusiló en el acto. Luego reunió a la población en la plaza principal, esperando a que los hombres volvieran del trabajo en el campo. Los hombres y jóvenes fueron separados de las mujeres y niños y en presencia de éstos los soldados obligaron a los hombres a acostarse y los mataron utilizando bayonetas e instrumentos de labranza. El número total de víctimas se ha establecido entre 28 y 31 personas. Acto seguido, los soldados enterraron a los muertos en un lugar cercano.

En el Senado de la República se produjo un debate en el que se reclamaba la constitución de una Comisión Investigadora de los hechos. La mayoría gubernamental se opuso inicialmente a dicho pedido, pero finalmente el Congreso aprobó multipartidariamente la iniciativa, encargándose la presidencia al senador aprista Carlos Enrique Melgar.

La Comisión viajó a Cayara solo un mes después de los hechos y durante los tres días de su estadía en Ayacucho se dedicó fundamentalmente a dialogar con los jefes militares, eludiendo comunicarse directamente con los testigos. El propio senador Melgar sostuvo que él no había entrevistado a los testigos de la masacre porque no era "chulillo de ellos para ir correteando testigos". Dijo también: "(Los de Amnistía Internacional) son imbéciles y corruptos porque están diseminando por el mundo que el Perú es un país de genocidas y eso no se hace; eso es una impostura".

Entre tanto el fiscal Carlos Alberto Escobar quien, pese a las dificultades que la situación tenía, avanzó significativamente en la investigación de los sucesos, fue permanentemente hostilizado por las Fuerzas Armadas, así como por el senador Melgar. Finalmente fue retirado del caso por sus superiores y ante persistentes amenazas de muerte al punto que se vio obligada a buscar asilo en el extranjero. La persecución contra los testigos fue sistemática. Nueve de ellos fueron asesinados. La última fue la enfermera Marta Crisóstomo García, quien fue sacada de su casa en septiembre de 1989 por ocho hombres encapuchados que usaban uniformes del Ejército.

El informe mayoritario de la Comisión Melgar de mayo de 1989 concluyó que "categóricamente no hubo abuso por parte del personal militar en Cayara". Propuso en cambio que se iniciaran acciones legales contra el fiscal Escobar por haber "conducido mal" la investigación. Además, la mayoría expresó sus felicitaciones al Comando Político?Militar de Ayacucho durante 1988, "por su eficiente trabajo y espíritu de lucha en la tarea de pacificar la región bajo su responsabilidad, una misión que lograron completamente, respetando el orden legal de la nación".

El informe en minoría de Gustavo Mohme y Javier Diez Canseco concluye que la masacre fue ’indiscutiblemente’ responsabilidad del comandante político?militar de la zona, el general del Ejército José Valdivia Dueñas y los soldados que perpetraron la matanza. Además, el informe señala que "todo induce a la suposición que al enfrentar la denuncia pública de la masacre, el Comando Político?Militar de Ayacucho tomó la decisión de hacer desaparecer la evidencia".

A fines de agosto de 1989 por presión de la opinión pública, el caso fue reabierto por orden de la oficina de la Fiscalía de la Nación. En manos del fiscal de la provincia de Víctor Fajardo no se logró progreso alguno y en enero de 1990 el caso fue sobreseído. En noviembre de 1990 el Senado de la República pese a la intensa oposición de los organismos de derechos humanos, asciende al General Valdivia, principal acusado en este caso.

La aparición de los paramilitares

Una de las herencias más nefastas del régimen de Alan García fue la aparición de los grupos paramilitares en el país, que contaron con tolerancia gubernamental. Aunque ya habían algunos indicios de su existencia, su primera acción significativa fue el 28 de julio de 1988 con el asesinato de Manuel Febres, abogado defensor del líder senderista Osmán Morote, por parte de un autodenominado "Comando Rodrigo Franco".

El Comando Rodrigo Franco fue el principal gestor de este nuevo tipo de violencia política que se concretó en amenazas de muerte, atentados y asesinatos selectivos. Aparecieron también otras bandas similares de ámbito más bien local "Comando de Aniquilamiento a Senderistas" en Cusco; "Comando Chavín" en Ancash: "Comando Manuel Santana Chiri" en lea: "Comando Haya Vive". "Comando Regional de Aniquilamiento Manuel Cipriano" en Trujillo: "Comando Braulio Zaga Pariona". "Pelotón Punitivo Peruano" y "Aguilas Negras" en Ayacucho.

Uno de los crímenes que más impactó a la opinión pública y que según todos los indicios fue cometido por los grupos paramilitares fue el del secretario general de la Federación Nacional de Trabajadores Mineros metalúrgicos y Siderúrgicos del Perú, Saúl Cantoral. Otro asesinato político que se le atribuye al Comando Rodrigo Franco, fue el del diputado de la Izquierda Unida, Eriberto Arroyo Mío.

La gravedad que esta nueva manifestación de la violencia política venía adquiriendo, así como las constantes denuncias sobre las posibles vinculaciones que podría tener con el Estado y el partido de gobierno, generaron una importante presión de opinión pública para que se investigue y sancione a los autores de esta organización paramilitar. Se creó así una Comisión Investigadora en el Parlamento, cuyo trabajo fue muy accidentado por los esfuerzos por sabotearlo desde dentro por parte de los parlamentarios apristas que la integraban en mayoría. Finalmente, ante la negligencia de la mayoría que demoraba la presentación del dictamen, los miembros en minoría Sotomarino, Espinoza y Piqueras, hicieron conocer el suyo, en el que sostuvieron que "esta probada la existencia en nuestro país de una organización que desarrolla actividades caracterizadas por su finalidad terrorista no subversiva, que ha reivindicado un número considerable de sus atentados como propios". Asimismo que "existen múltiples evidencias que vinculan a la organización en cuestión con personas investidas de autoridad pública, como son el Señor Ministro del Interior. Máximo Agustín Mantilla Campos, el General Fernando Reyes Roca, el General Raúl Járez Gago y General (r) Edgar Luque Freyre."

El informe en mayoría se presentaría muchos meses después y como era previsible, desconoció la existencia de los grupos paramilitares tratando de desviar la atención de la opinión pública con gruesas acusaciones contra otros parlamentarios.

No les gustaban los estudiantes

La lógica paramilitar continuó entretanto cobrando vidas, ahora con la nueva modalidad del anonimato absoluto y la no reivindicación de los hechos. Entre los casos más crueles de esta nueva forma de violencia en el país, se puede mencionar los que se cometieron contra estudiantes universitarios.

Uno de los casos más graves fue el de dos estudiantes de la Universidad Católica, Luis Alberto Alvarez Aguilar y José Abel Malpartida Páez, cuyos cuerpos destrozados fueron hallados el 28 de julio de 1989, en un descampado cerca a la playa de San Bartolo, 53 kilómetros al sur de Lima. Al día siguiente de su desaparición, la familia recibió una llamada anónima indicando que Luis Alberto Alvarez Aguilar se hallaba detenido en la Comisaría de infantas, en el distrito de San Martín de Porras.

Otro caso similar ocurrió el 12 de abril de 1990, cuando los cadáveres de Oswaldo Haro Castillo de 26 años y Jorge Manuel Silva Seminario de 25, ambos estudiantes de medicina de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, fueron encontrados en el interior de una acequia de regadío. a la altura del kilómetro 32 de la carretera Carabayllo?Canta, en la Hacienda Caballero, al noreste de Lima. Habían desaparecido seis días antes cuando salieron de sus domicilios con la finalidad de dirigirse a su centro de estudios.

Los enfrentamientos sin heridos

Otra forma de violación a los derechos humanos bastante grave, fue la de rematar a los heridos luego de enfrentamientos armados con grupos subversivos. El principal indicio de ello provino de los propios comunicados militares, en donde se consignaban para estos enfrentamientos un altísimo número de muertos y ninguno o muy pocos heridos.

Un caso muy notorio fue el acontecido durante el enfrentamiento del Ejército con una columna del MRTA en la zona de Los Molinos, en Junín, en la madrugada del 28 de abril de 1989, cuando efectivos militares se toparon con una columna del MRTA que, oculta en dos camiones, se dirigía a Concepción. El resultado final de la acción arrojó como saldo la muerte de los 62 ocupantes de los camiones y seis miembros de las Fuerzas Armadas. No quedó un solo herido o capturado. Entre los cadáveres habían ancianos, mujeres y niños.

Al lugar de los hechos y para felicitar a los responsables del operativo viajó el propio presidente García quien se paseó entre los cadáveres, acompañado del ministro de Defensa Enrique López Albujar (luego cobardemente asesinado por el MRTA) y el jefe del Comando Conjunto, general Artemio Palomino Vargas.

Final con Fuga y Tunel

El 9 de julio, a menos de veinte días de la transferencia al nuevo gobierno. Víctor Polay, "Comandante Rolando" y 47 militantes del MRTA lograron fugar del penal de "máxima seguridad" Miguel Castro Castro a través de un túnel de 330 metros construido desde fuera del penal. La construcción contaba con conexiones de agua y desagüe, instalaciones de servicios de alumbrado y un respiradero que facilitaba el trabajo operativo. Por la precisión del diserto del túnel, la policía supuso la participación de personal altamente calificado.

Mas allá del hecho mismo, la repercusión obtenida por el MRTA, a nivel nacional e internacional, constituyó un duro cuestionamiento no sólo a la estrategia antisubversiva del gobierno, sino también a la capacidad operativa de las autoridades policiales y penales. Más aún, siendo el fin del gobierno de Alan García, le dejó una aureola de fracaso frente a la subversión.

Así, las diversas agrupaciones políticas del país coincidieron en señalar al gobierno y a los ministros del Interior y Justicia, como los responsables de la escandalosa fuga. Pero los aludidos manifestaron que no tenían la obligación moral de renunciar. "No he decidido renunciar" ?dijo Mantilla, ministro del Interior. No creo que en medio de esta guerra como la que estamos viviendo hoy se pueda hablar de responsabilidad política por un hecho por el cual, si hay responsables, serán castigados...". Pese a la indignación creciente, el todavía presidente de la República Alan García Pérez, ratificó su apoyo a sus colaboradores.

Barbarie y fracaso.

Un balance global de lo ocurrido en esos cinco anos, en materia de derechos humanos, nos indica que la detención?desaparición forzada de personas se convirtió en un recurso sistemático de la estrategia antisubversiva, colocando a nuestro país, desde 1987, como el lugar del mundo en donde año a año se produjeron el mayor número de casos de este tipo. Por su lado las ejecuciones extrajudiciales salieron de las zonas de emergencia bajo control militar y comenzaron a repetirse, de manera cada vez más sistemática en otros lugares del país. Surgieron los grupos paramilitares que, según demasiados indicios, estuvieron vinculados a sectores del Partido Aprista y a miembros de las fuerzas de seguridad.

Lo que es más grave, frente a todas estas situaciones la impunidad con que actuaron sus promotores fue la única respuesta. A ello contribuyó no sólo el Poder Ejecutivo, sino también el Judicial y el Legislativo. Ello fue incluso más evidente y arbitrario cuando los casos involucraron en su ejecución a miembros de las Fuerzas Armadas.

Durante estos cinco años la acción contra el país por parte de los grupos subversivos, creció en intensidad. Se extendieron hacia otras regiones del territorio y usaron todas las formas de violencia, en especial aquellas que por su crueldad o repercusión política pudiesen desencadenar una reacción represiva indiscriminada contra la población. La estrategia antisubversiva con que se enfrentó el problema fue, a la luz de los resultados, claramente ineficaz e incluso contraproducente. El permanente recurso de la violación a los derechos humanos y de la impunidad fue uno de ingredientes fundamentales que explican ese fracaso.

El costo fue, para el Perú, demasiado alto. El número de muertos por razones directamente vinculadas a la violencia política llegaban en 1990 a cerca de veinte mil. El costo económico de la violencia y del esfuerzo fallido por acabar con ella, fue estimado conservadoramente para la década en veinte mil millones de dólares, equivalentes al total de la deuda externa del país.

Quizás la actuación de Alan García en este campo se podría resumir en una sola frase: "Hizo lo que dijo que no iba a hacer, porque al comienzo pensaba que si lo hacía iba a fracasar; al final, lo hizo y fracasó".

* Este texto se basa principalmente en el Capítulo II "...y combatió a la barbarie con la barbarie" del libro La oportunidad perdida, publicado por el IDL en 1990.